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El Hombre Mediocre (sobre la Vejez)

Encanecer es una cosa muy triste; las canas son un mensaje de la Naturaleza que nos advierte la proximidad del crepúsculo. Y no hay remedio. Arrancarse la primera -¿quién no lo hace?- es como quitar el badajo a la campana que toca el Angelus, pretendiendo con ello prolongar el día.
Las canas visibles corresponden a otras más graves que no vemos: el cerebro y el corazón, todo el espíritu y toda la ternura, encanecen al mismo tiempo que la cabellera. El alma de fuego bajo la ceniza de los años es una metáfora literaria, desgraciadamente incierta. La ceniza ahoga a la llama y protege a la brasa. El ingenio es la llama; la brasa es la mediocridad.
Las verdades generales no son irrespetuosas; dejan entreabierta una rendija por donde escapan las excepciones particulares. ¿Por qué no decir la conclusión desconsoladora? Ser viejo es ser mediocre, con rara excepción. La máxima desdicha de un hombre superior es sobrevivirse a sí mismo, nivelándose con los demás. ¡Cuántos se suicidarían si pudieran advertir ese pasaje terrible del hombre que piensa al hombre que vegeta, del que empuja al que es arrastrado, del que ara surcos nuevos al que se esclaviza en las huellas de la rutina! Vejez y mediocridad suelen ser desdichas paralelas.
El «genio y figura hasta la sepultura», es una excepción muy rara en los hombres de ingenio excelentes, si son longevos: suele confirmarse cuando mueren a tiempo, anotes de que la fatal opacidad crepus cular empañe los resplandores del espíritu. En general, si mueren tarde una pausada neblina comienza a velar su mente con los achaques de la vejez; si la muerte se empeña en no venir, los genios tórnanse extraños a sí mismos, supervivencia que los lleva hasta no comprender su propia obra. Les sucede como a un astrónomo que perdiera su telescopio y acabara por dudar de sus anteriores descubrimientos, al verse imposibilitado para confirmarlos a simple vista.

José Ingenieros (El Hombre Mediocre, página 161, Editorial Terramar: ISBN 978-1187-11-4)

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