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Bar “Los Amigos”

Soy un hombre solitario, de pocas palabras, un tipo de bar. La costumbre me empuja todas las noches al bar de Horacio, me siento cómodo, no recuerdo la última vez que fui feliz fuera de él. A diferencia de otros, que tienen la extraña costumbre de abandonar aquello que los hace feliz, persevero en frecuentarlo a diario. Suelo sentarme junto a la barra, en una banqueta que es cómoda a pesar de su tapizado cuarteado.

Horacio es de esos tipos que no cambian con el tiempo, lo concibo invariable desde que lo conocí hace veinte años. Acostumbramos a hablar de fútbol, de boxeo, de política, rara vez coincidimos pero nunca discutimos. Su historia es apasionante, a los nueve años madrugaba para repartir el diario El Eco, “era cuando los diarios se doblaban a mano”, me explicó. Al mediodía jugaba a la pelota con sus amigos en la calle, hasta la hora de ir a la escuela N⁰1, “porque en esa época a la mañana iban las mujeres y a la tarde los varones”, me contó riéndose y orgulloso de ser el único de los once hermanos que terminó la escuela primaria. A la tardecita trabajaba de cadete en un taller. “Por la noche nos lavábamos en una palangana con agua caliente antes de ir a la cama…. y a pesar de todos éramos felices”. Con trece años ayudaba a su padre en la cantina del club Defensores, hace cincuenta y siete años que está detrás del mostrador. Inimaginables historias ha escuchado e innumerables secretos guarda con celo profesional, es un auténtico compañero.

Cuando llego temprano aprovecho para cenar un sándwich de milanesa de ternera. Afirmo, sin temor a exagerar, que no existe lugar en el mundo que convide sándwiches de milanesa más deliciosos. Muchos atribuyen su éxito a la elaboración casera de la milanesa. Otros, al horneado que somete al pan a altas temperaturas hasta alcanzar el punto exacto de lo crocante, que sólo Horacio conoce. También están los que afirman que la mayonesa caliente aporta el toque de distinción. Yo prefiero creer que el secreto radica en la repetición, el fantástico talento de conseguir idéntico sabor en cada preparación, como sucede con los tallarines caseros de mamá. El cerebro dispone el paladar a recibir un gusto familiar, el primer bocado del manjar sacia la ansiedad, emparentando el sabor esperado con el real, siempre sabroso, siempre igual… una ración de placer.

La selección del trago está condicionada por mi estado de ánimo, aunque me obstine en negarlo y alardear de libre elector. Cuando estoy sereno pido una “sangría” fresca, los días de nostalgia son para tomar “Leghi”, la angustia o la ebriedad se acompañan con ginebra, en cualquier otro caso me inclino por el fernet. Horacio nunca objeta la elección, se limita a desplegar sus botellas y como en un acto de magia oculta el truco que convierte su trago en delicia.

Esa noche agradable no entré al bar de Horacio. Recordé las palabras de mi amigo el Tano, quien insistía con la leyenda del bar “Los Amigos”, con un español atravesado repetía gritando “ragazzo, tiene que animarse a andare, in quel lugar adivinan lo que voi pensás. ¡questo è creer o reventar!” . Decidí seguir caminando y alejarme en dirección sur por el empedrado que luego de las vías le deja lugar a la tierra.  Al final del oscuro camino, donde el pueblo se convierte en campo, brillaba el pequeño farol del bar como la única estrella de una galaxia desolada. Era casi media noche, no andaba ni un alma, salvo perros callejeros sin alma. Llegué a la última esquina algo agitado. La fachada del viejo lugar tenía pintada la palabra bar con letras mayúsculas negras, la puerta de entrada tenía los vidrios tan sucios que ocultaban el esmerilado. Muchos años en el pueblo y aún no conocía el legendario bar “Los Amigos”,  popular por su hostilidad con los forasteros y, como decía el Tano, por su mito de lugar donde los pensamientos son inocultables.

El salón era pequeño y las paredes blancas estaban manchadas por la humedad, había una nube de humo porque en los bares se fuma, tenía una larga barra de madera porque en los bares se bebe. No puede distinguir presencia femenina, porque en los bares predominan los hombres. Me dirigí sigilosamente a la barra intentando pasar inadvertido, fracasé, mi carácter de foráneo quedó en evidencia de inmediato. Pedí un fernet y me senté en una banqueta muy incómoda a observar, como buen agnóstico, algún hecho que haga creíble la leyenda del bar. El trago estaba asqueroso, afín al desgano del cantinero.

En una mesa chica de un rincón había cuatro tipos jugando al “truco”, tres de ellos no miraban las barajas para jugar. Cuando les tocaba su turno, daban vuelta una carta al azar para no dejar en evidencia la jugada. El más viejo había desarrollado la habilidad de pensar cartas diferentes de las que realmente le tocaban. Los adversarios conocían la maña, entonces el “truco” no perdía su esencia, pues aunque leyeran el pensamiento del viejo no alcanzaba para saber si era cierto o estaba mintiendo.

En el sector más iluminado del salón había dos jóvenes jugando al ajedrez, sudaban y lucían exhaustos. El esfuerzo mental demandado por el ancestral juego se potenciaba por la proeza de enmascarar las movidas de fichas. El jugador A leía la mente del jugador B para conocer su próxima movida. Mientras que este último exploraba  los pensamientos de A en búsqueda de la réplica de su rival. Ante la novedad, B modificaba su imaginada jugada, pero el cambio era en vano porque producía que A también modifique la suya. La diabólica recursión continuaba hasta agotar todas las posibles movidas. Presencié una partida que se definió sin necesidad de mover piezas. Ambos jugadores se miraron fijamente durante minutos hasta que uno, taciturno, cerró los ojos y bajo la cabeza en gesto de derrota. La escena hizo creíble el lugar, aprendí que los ojos reflejan la mente y matan los secretos. Miré al cantinero, descifró lo que quería. El hecho me proporcionó confianza, ya era parte del fantástico mundo del bar. Naturalice lo ocurrido para evitar ser observado.

La puerta de entrada se abrió y una presencia femenina enmudeció el lugar. Era una mujer alta, morena, de cabello ondulado y largo, llevaba un vestido colorado pero elegante y zapatos negros con tacos bajos. Un borracho que estaba recostado sobre una mesa se despertó por el silencio. Un hombre solitario que habitaba la barra se acomodó el flequillo, otro que jugaba al pool levantó con ambas manos su holgado pantalón. Dos hombres apoyados en una columna, dejaron de conversar para escoltar con la mirada el lento y convincente andar de la mujer. Pasó muy cerca de donde estaba sentado. Trémulo, le retiré la mirada deseando que mis pensamientos no fuesen captados por nadie, muchos menos por ella. Algo cambió en mí. Esa mujer era la mezcla exacta de armonías y desarmonías que dejan en ridículo la palabra belleza. Fue directo a besar a un hombre corpulento vestido de paisano, escuché que lo llamaban “el zinguero”. La mujer se sentó con las piernas cruzadas, intercambiamos intensas miradas que alcanzaron para agotar vehementes ideas del deseo. Desafortunadamente, el lugar no era propicio para ese coqueteo. El zinguero se acercó a la barra con modales intimidantes.  Lo miré de manera hostil para no demostrar miedo, como se hace con los perros, mientras pensaba como derribarlo si hiciese falta. Se apoyó en la barra, quedamos codo a codo. Sin mediar palabra el cantinero le acercó un vermú, lejos de achicarse, él también me miraba de modo desafiante.

Escuche la señal, no había mucho para discutir, el zinguero desenvainó un puñal largo como un sable corto. El principio de supervivencia me presentó opciones: pelear por mi vida o huir por la misma razón. Acepté la apuesta,  los tragos que tenía encima aportaron coraje. Me reincorporé ágilmente y quedé enfrentado al zinguero que casi me doblaba en tamaño, saque mi cuchillo que había afilado cuidadosamente esa mañana como presagiando su uso. Imaginé lo que nos esperaba, armaron un semicírculo que emulaba una arena romana. Me hicieron sentir la condición de visitante, aunque nadie terció, respetando las reglas de la disputa cuerpo a cuerpo. Me agazapé como hacen los cocodrilos antes del zarpazo.  Era tan largo o yo tan corto, que necesitaba tenerlo cerca para dañarlo. No percibió mi estrategia porque estaba nervioso, tampoco recordó mi pensamiento cuando nos miramos por primera vez. En cambio, yo estaba sereno y leí sus intenciones. Bruto por naturaleza, se abalanzó para aplastarme. Esperé hasta el instante justo, fue suficiente con agacharme un poco y acuchillarlo desde abajo hacia arriba. Sentí la resistencia del cuero, luego la carne indefensa desgarrándose. Se desplomó como Goliat, ocasionó un estruendo, levantó polvo, chorreó sangre caliente. Me tiré encima y asesté el cuchillo enrojecido en su yugular. Soltó el puñal y se preparó para morir. El protocolo indicaba que debía terminar con su vida, pero me incorporé y retrocedí muy despacio hasta la puerta, amenazando con el cuchillo alzado. Nadie se atrevió a romper el silencio.

Una vez fuera, limpie el chuchillo con la parte de adentro de la camisa como queriendo olvidar lo sucedido y apure el paso hacia el bar de Horacio. Mientras me alejaba, entendí que en todos los bares sucede la misma magia.

Una respuesta a «Bar “Los Amigos”»

Sobresaliente! Una hermosa descripción de Horacio, de su oficio y el bar…Un relato que cuando comienzas a leer sientes el placer de incirsionar hasta el final.

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