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Textos Subrayados

Artforum – César Aira

Había algo de locura por el lado de la imprudencia. ¿ No es peligroso ser demasiado feliz? ¿ No habría que pagarlo después? ¿ No convendría guardar algo para mañana? La respuesta es No.

César Aira (Veinticuatro – Artforum, página 43, Editorial blatt & tíos, ISBN: 978-987-4941-39-8)

Hay que ir a los extremos de la pobreza y el desamparo para hacerse una idea realista de la unidad monetaria.

César Aira (El mendigo – Artforum, página 23, Editorial blatt & tíos, ISBN: 978-987-4941-39-8)

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La Riqueza

En la próspera tierra de Sudamérica, un campesino adinerado que surcaba su latifundio, se topó con un joven que leía a la sombra de un sauce. —Deberías estar trabajando para ganar tu dinero, comprar ropas y alimentos, asearte y mejorar tu aspecto de pobre —le dijo.

El joven lo miró con compasión y respondió. —Por cada oveja que acumulas en tus cabañas, más se aleja la Pobreza de su extinción. Te costará una vida comprender la inutilidad de tu fortuna. No te culpo, yo también era ignorante.

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Otra máquina del Tiempo

En algún período de la Historia, un viajero solitario entendió que un minuto de pereza es menos extenso que uno de adrenalina. Viajó, viajó y continuó viajando. Por cada lugar o persona que recorría, más prolongaba su vida «¿Qué soy, más que una acumulación de experiencias?», pensó.
Se cree que el viajero solitario avanza y retrocede a voluntad, harto de respetar la direccionalidad del Tiempo.
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A destiempo

Salim es un genio peculiar y perverso. No reside en una lámpara, sino en una damajuana ordinaria. Concede un único deseo, a cambio de ser devuelto al mar a la caza de nuevos amos.  No consigue (o no quiere) cumplir los deseos a tiempo; por eso un niño iraní recibió su primera bicicleta a los treinta años de edad o un ladrón de bancos escapó de Alcatraz el día de su muerte.

Mi gran desgracia fue desear el amor de Diana a orillas del mar Egeo. Desde entonces vivo atormentado, su fantasma me hace el amor todas las noches.

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Puntos de vista

La mira a los ojos, lo mira a los ojos. Ignoran el humectante spray que les escupe la fuente, escondidos entre la muchedumbre que invade los jardines. De fondo el palacio: impecable, imponente,  inmaculado. Abundan las geometrías verdes, abrazadas por flores de colores agradecidas a la primavera. Resaltan las más altas y las tornasoladas. Las últimas, cómplices del Sol, enceguecen.

Ignoran todo, él se acerca, ella quiere que él se acerque. Veleros de madera naufragan encerrados, otros son remolcados por los niños, sus padres matan el tiempo. Un viejo lustra una escultura, las otras no brillan.

Prometieron encontrarse. Pasaron treinta años. Se encontraron. Los atraviesa el perfume a baguette del boulevard Sain Michael. Los atraviesan mariposas. Se escucha Édith Piaf desde lejos.

Ellos no escuchan nada, no dicen nada, no piensan nada, sólo se miran y acercan sus labios temblorosos. Nadie los observa, no se sienten observados. Son una pareja más sentada a la orilla de la fuente. Se sienten únicos: reyes de los jardines.

De golpe la oscuridad y el placer, lo infinitamente esperado. Se besan con los ojos cerrados, para sentirse mejor.

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Me mira a los ojos, lo miro a los ojos. Estoy rodeada de gente desconocida. La cercanía al agua de la fuente me ayuda a menguar el calor. El prolijo y trabajado verde abunda. Hay flores de todas las imaginables.

Él se me acerca, yo no sé si quiero que se acerque. Los padres de los niños, que empujan los barquitos de madera, parecen no prestarles atención. Una señora de sombrero lee a Victor Hugo.

Hace mucho tiempo prometimos encontraron en este lugar. El aroma a Madre Selva, desborda. Escucho música francesa desconocida.

Antes de besarlo, me siento observada. Posado en la rama más extrema de una Santa Rita, el ruiseñor nos mira fijo; parece estar describiéndonos.

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La recursiva condena de Fortunato Tercero

Bajo el califato de Samuel “el Grande” las leyes eran muy duras. Valía lo mismo robar un borrego de un corral que sustraer las joyas del palacio sagrado, todos los robos eran penados con la muerte. Conocidas las reglas, los ladrones se limitaban a suntuosos botines que justificasen arriesgar sus vidas.

Así fue el caso de Fortunato Tercero: joven, arrogante, heredero de una fortuna, mataba su tiempo embriagándose con licor de granada y maltratando a las mujeres de la servidumbre. Se jactaba de ser miembro de una familia poderosa, aunque la jactancia no le alcanzó para evadir las leyes impuestas por el califa Samuel “el Grande” y fue condenado a muerte por robar pieles o telas a un mercader turco que las traía desde más allá de los confines del califato.

Samuel “el Grande” aborrecía la sangre, por eso había ordenado modificar la tradición de cortar la cabeza del condenado a muerte y colgar su cuerpo en la entrada del palacio sagrado hasta que apareciera la próxima luna llena. Las ejecuciones bajo su gobierno se redujeron al uso de la horca. Creyente que el destino de una persona se forja con sus propias decisiones, ordenó que fuese el propio Fortunato Tercero quien decida su suerte.

El gobernador de los verdugos, siguiendo las órdenes de su califa, obligó a Fortunato Tercero a optar entre morir en la horca o encerrarse a leer una escritura en la sala de los espejos del palacio sagrado, con la condición de permanecer allí hasta finalizar la lectura.

Fiel a su arrogancia, Fortunato Tercero optó precipitadamente por la lectura de la escritura. Deslizó una sonrisa irónica al advertir que la escritura cabía en un papiro del tamaño de su turbante y pensó que solo un necio elegiría morir en la horca en lugar de completar una lectura que no demandaría más tiempo del que tarda un sirviente en limpiar sus zapatos.

Un joven verdugo, que fue castigado por ser infiel a Samuel “el Grande”,  sería el encargado de custodiar la dorada puerta de la sala de los espejos, durante el tiempo que le demandase a Fortunato Tercero cumplir su condena. Samuel “el Grande” fue cuidadoso en indicarle al gobernador que eligiese un verdugo bastante más joven que Fortunato Tercero para garantizar la custodia, por si acaso el encierro se prolongase en el tiempo. Fortunato Tercero creía que el califa era un tonto e imaginaba como llevar a cabo nuevos robos ante una condena de tan fácil cumplimiento.

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Fortunato Tercero pasó cuarenta años leyendo la escritura,  el califato fue heredado por Samuel Segundo “el hijo del Grande”. Hasta que un día Fortunato Tercero abrió la puerta dorada de la sala de los espejos y le rogó a su verdugo que lo colgase. El miedo a la Vejez había vencido al miedo a la Muerte.

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La escritura, que Fortunato Tercero leyó durante cuarenta años para cumplir su condena, rezaba:

“Bajo el califato de Samuel “el Grande” las leyes son muy duras. Vale lo mismo robar un borrego de un corral que sustraer las joyas del palacio sagrado, todos los robos son penados con la muerte.

Soy un vulgar ladrón, indigno de vivir bajo el califato del honorable Samuel “el Grande” y de los califas que lo sucedan. He sido traído a esta sala del palacio sagrado y se me ha entregado la soga que mi verdugo empleará para colgarme.

Nuestro amado califa es benévolo y me permite tomar las decisiones que forjan mi destino. Tengo una nueva oportunidad de decidir mi suerte, debo abrir la puerta de la sala de los espejos y pedirle a mi verdugo que use la soga para colgarme o debo comenzar a leer esta escritura nuevamente.”

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Bar “Los Amigos”

Soy un hombre solitario, de pocas palabras, un tipo de bar. La costumbre me empuja todas las noches al bar de Horacio, me siento cómodo, no recuerdo la última vez que fui feliz fuera de él. A diferencia de otros, que tienen la extraña costumbre de abandonar aquello que los hace feliz, persevero en frecuentarlo a diario. Suelo sentarme junto a la barra, en una banqueta que es cómoda a pesar de su tapizado cuarteado.

Horacio es de esos tipos que no cambian con el tiempo, lo concibo invariable desde que lo conocí hace veinte años. Acostumbramos a hablar de fútbol, de boxeo, de política, rara vez coincidimos pero nunca discutimos. Su historia es apasionante, a los nueve años madrugaba para repartir el diario El Eco, “era cuando los diarios se doblaban a mano”, me explicó. Al mediodía jugaba a la pelota con sus amigos en la calle, hasta la hora de ir a la escuela N⁰1, “porque en esa época a la mañana iban las mujeres y a la tarde los varones”, me contó riéndose y orgulloso de ser el único de los once hermanos que terminó la escuela primaria. A la tardecita trabajaba de cadete en un taller. “Por la noche nos lavábamos en una palangana con agua caliente antes de ir a la cama…. y a pesar de todos éramos felices”. Con trece años ayudaba a su padre en la cantina del club Defensores, hace cincuenta y siete años que está detrás del mostrador. Inimaginables historias ha escuchado e innumerables secretos guarda con celo profesional, es un auténtico compañero.

Cuando llego temprano aprovecho para cenar un sándwich de milanesa de ternera. Afirmo, sin temor a exagerar, que no existe lugar en el mundo que convide sándwiches de milanesa más deliciosos. Muchos atribuyen su éxito a la elaboración casera de la milanesa. Otros, al horneado que somete al pan a altas temperaturas hasta alcanzar el punto exacto de lo crocante, que sólo Horacio conoce. También están los que afirman que la mayonesa caliente aporta el toque de distinción. Yo prefiero creer que el secreto radica en la repetición, el fantástico talento de conseguir idéntico sabor en cada preparación, como sucede con los tallarines caseros de mamá. El cerebro dispone el paladar a recibir un gusto familiar, el primer bocado del manjar sacia la ansiedad, emparentando el sabor esperado con el real, siempre sabroso, siempre igual… una ración de placer.

La selección del trago está condicionada por mi estado de ánimo, aunque me obstine en negarlo y alardear de libre elector. Cuando estoy sereno pido una “sangría” fresca, los días de nostalgia son para tomar “Leghi”, la angustia o la ebriedad se acompañan con ginebra, en cualquier otro caso me inclino por el fernet. Horacio nunca objeta la elección, se limita a desplegar sus botellas y como en un acto de magia oculta el truco que convierte su trago en delicia.

Esa noche agradable no entré al bar de Horacio. Recordé las palabras de mi amigo el Tano, quien insistía con la leyenda del bar “Los Amigos”, con un español atravesado repetía gritando “ragazzo, tiene que animarse a andare, in quel lugar adivinan lo que voi pensás. ¡questo è creer o reventar!” . Decidí seguir caminando y alejarme en dirección sur por el empedrado que luego de las vías le deja lugar a la tierra.  Al final del oscuro camino, donde el pueblo se convierte en campo, brillaba el pequeño farol del bar como la única estrella de una galaxia desolada. Era casi media noche, no andaba ni un alma, salvo perros callejeros sin alma. Llegué a la última esquina algo agitado. La fachada del viejo lugar tenía pintada la palabra bar con letras mayúsculas negras, la puerta de entrada tenía los vidrios tan sucios que ocultaban el esmerilado. Muchos años en el pueblo y aún no conocía el legendario bar “Los Amigos”,  popular por su hostilidad con los forasteros y, como decía el Tano, por su mito de lugar donde los pensamientos son inocultables.

El salón era pequeño y las paredes blancas estaban manchadas por la humedad, había una nube de humo porque en los bares se fuma, tenía una larga barra de madera porque en los bares se bebe. No puede distinguir presencia femenina, porque en los bares predominan los hombres. Me dirigí sigilosamente a la barra intentando pasar inadvertido, fracasé, mi carácter de foráneo quedó en evidencia de inmediato. Pedí un fernet y me senté en una banqueta muy incómoda a observar, como buen agnóstico, algún hecho que haga creíble la leyenda del bar. El trago estaba asqueroso, afín al desgano del cantinero.

En una mesa chica de un rincón había cuatro tipos jugando al “truco”, tres de ellos no miraban las barajas para jugar. Cuando les tocaba su turno, daban vuelta una carta al azar para no dejar en evidencia la jugada. El más viejo había desarrollado la habilidad de pensar cartas diferentes de las que realmente le tocaban. Los adversarios conocían la maña, entonces el “truco” no perdía su esencia, pues aunque leyeran el pensamiento del viejo no alcanzaba para saber si era cierto o estaba mintiendo.

En el sector más iluminado del salón había dos jóvenes jugando al ajedrez, sudaban y lucían exhaustos. El esfuerzo mental demandado por el ancestral juego se potenciaba por la proeza de enmascarar las movidas de fichas. El jugador A leía la mente del jugador B para conocer su próxima movida. Mientras que este último exploraba  los pensamientos de A en búsqueda de la réplica de su rival. Ante la novedad, B modificaba su imaginada jugada, pero el cambio era en vano porque producía que A también modifique la suya. La diabólica recursión continuaba hasta agotar todas las posibles movidas. Presencié una partida que se definió sin necesidad de mover piezas. Ambos jugadores se miraron fijamente durante minutos hasta que uno, taciturno, cerró los ojos y bajo la cabeza en gesto de derrota. La escena hizo creíble el lugar, aprendí que los ojos reflejan la mente y matan los secretos. Miré al cantinero, descifró lo que quería. El hecho me proporcionó confianza, ya era parte del fantástico mundo del bar. Naturalice lo ocurrido para evitar ser observado.

La puerta de entrada se abrió y una presencia femenina enmudeció el lugar. Era una mujer alta, morena, de cabello ondulado y largo, llevaba un vestido colorado pero elegante y zapatos negros con tacos bajos. Un borracho que estaba recostado sobre una mesa se despertó por el silencio. Un hombre solitario que habitaba la barra se acomodó el flequillo, otro que jugaba al pool levantó con ambas manos su holgado pantalón. Dos hombres apoyados en una columna, dejaron de conversar para escoltar con la mirada el lento y convincente andar de la mujer. Pasó muy cerca de donde estaba sentado. Trémulo, le retiré la mirada deseando que mis pensamientos no fuesen captados por nadie, muchos menos por ella. Algo cambió en mí. Esa mujer era la mezcla exacta de armonías y desarmonías que dejan en ridículo la palabra belleza. Fue directo a besar a un hombre corpulento vestido de paisano, escuché que lo llamaban “el zinguero”. La mujer se sentó con las piernas cruzadas, intercambiamos intensas miradas que alcanzaron para agotar vehementes ideas del deseo. Desafortunadamente, el lugar no era propicio para ese coqueteo. El zinguero se acercó a la barra con modales intimidantes.  Lo miré de manera hostil para no demostrar miedo, como se hace con los perros, mientras pensaba como derribarlo si hiciese falta. Se apoyó en la barra, quedamos codo a codo. Sin mediar palabra el cantinero le acercó un vermú, lejos de achicarse, él también me miraba de modo desafiante.

Escuche la señal, no había mucho para discutir, el zinguero desenvainó un puñal largo como un sable corto. El principio de supervivencia me presentó opciones: pelear por mi vida o huir por la misma razón. Acepté la apuesta,  los tragos que tenía encima aportaron coraje. Me reincorporé ágilmente y quedé enfrentado al zinguero que casi me doblaba en tamaño, saque mi cuchillo que había afilado cuidadosamente esa mañana como presagiando su uso. Imaginé lo que nos esperaba, armaron un semicírculo que emulaba una arena romana. Me hicieron sentir la condición de visitante, aunque nadie terció, respetando las reglas de la disputa cuerpo a cuerpo. Me agazapé como hacen los cocodrilos antes del zarpazo.  Era tan largo o yo tan corto, que necesitaba tenerlo cerca para dañarlo. No percibió mi estrategia porque estaba nervioso, tampoco recordó mi pensamiento cuando nos miramos por primera vez. En cambio, yo estaba sereno y leí sus intenciones. Bruto por naturaleza, se abalanzó para aplastarme. Esperé hasta el instante justo, fue suficiente con agacharme un poco y acuchillarlo desde abajo hacia arriba. Sentí la resistencia del cuero, luego la carne indefensa desgarrándose. Se desplomó como Goliat, ocasionó un estruendo, levantó polvo, chorreó sangre caliente. Me tiré encima y asesté el cuchillo enrojecido en su yugular. Soltó el puñal y se preparó para morir. El protocolo indicaba que debía terminar con su vida, pero me incorporé y retrocedí muy despacio hasta la puerta, amenazando con el cuchillo alzado. Nadie se atrevió a romper el silencio.

Una vez fuera, limpie el chuchillo con la parte de adentro de la camisa como queriendo olvidar lo sucedido y apure el paso hacia el bar de Horacio. Mientras me alejaba, entendí que en todos los bares sucede la misma magia.

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El tren del amanecer

Fuertes dolores precipitaron un chequeo médico, el resultado era más que predecible. No quiso que la acompañara, yo no quise ir a trabajar, el tiempo estaba como detenido, me sentía incómodo en cualquier lugar de la casa. Al fin la escuché abrir la puerta de entrada, se quedó petrificada en el umbral, la intensa luz que ingresaba por la puerta sólo dejaba ver su contorno de sombra. Se acercó despacio, bastó una mirada para confirmar la desgracia, luego un llanto desgarrador,  un abrazo.

Hacía veinte años que fumaba tabaco porque eligió morir de cáncer, pocos tienen el privilegio de semejante elección; otros, aseguran que elegir como morir sería lo mejor, pero no se atreven a hacerlo. El tabaco es menos adictivo por la nicotina que por el placer. Es perversamente tentador, ofrece placer inmediato a cambio de una muerte distante. Todos moriremos, no todos conocen el placer.

No pude decir nada y como tantas otras veces no derramé una lágrima. Aunque la procesión de lágrimas internas arde mucho más, corroe la sangre, somatiza en agudo dolor del pecho y retorcijones de estómago,  se apodera del organismo y condiciona las decisiones. En un instante recordé cada sonrisa, cada abrazo, cada mirada, miles de cosas que no le dije, miles de besos que no le di; igual que con las lágrimas, reprimir me hacía cada vez menos libre, cada vez peor persona.

En innumerables ocasiones prometí no ayudarla si la enfermedad la alcanzaba, eran amenazas para empujarla a dejar el vicio. Fueron intentos débiles, me reprocho mucho la falta de compromiso, ¿por qué no escribí estas líneas años atrás para evitar lo que pasó? Ella estaba casi siempre alegre, era fuerte, generosa, inteligente, no conocía la maldad…, era mi “Linda”. Tan solidaria, que se sentía culpable de mi sufrimiento por su desgracia. Yo tan egoísta, ¿qué puede ser más penoso que su destino?

Lo único que le prometí es que viviríamos juntos todos los amaneceres que quisiera. Adoraba el amanecer, era nuestro momento. Aceptó mi promesa con resignación, la imaginó imposible, pero yo había estado trabajando para cumplir. Era hora de poner en marcha mi tren, aquel que hace tantos años imaginé sin decirle nada.

El tren tenía un solo vagón de pasajeros que era pequeño y encantador, su interior estaba recubierto por madera clara, tenía antiguos faroles colgantes con luz amarilla y cortinas de tela oscura sobre grandes ventanales, no había asientos. La locomotora tenía forma de tren, las ruedas eran grandes y se dejaban ver, el techo era rojo y tenía una chimenea negra, la trompa de color amarillo chillón era prominente, vista de frente parecía un gallo recostado.

Tiramos un colchón en el piso para viajar cómodos. Ella estaba feliz, partimos de Quito justo al alba, los enormes ventanales dejaban entrar el sol. La marcha del tren acompañaba la rotación de la tierra, el camino era siempre recto, las vías atravesaban montañas, selva, infinitos valles, la inmensidad del océano, de nuevo el continente… Vimos un amanecer a orillas del Amazonas, numerosos en el Atlántico, otro en el Congo, uno en Kenia. Cruzamos el Indico contemplando crepúsculos, luego la Polinesia, todos eran distintos, eran especiales, eran nuestros, eran obsequios para ella. El largo Pacífico fue cortado por la pequeña isla Isabela donde presenciamos un amanecer mágico. Vivimos veinte cuatro albas por día, el trayecto siempre recto, el tren siempre a la velocidad de la Tierra, nunca llovía, casi nunca había nubes, era un amanecer eterno.

Fueron muchas vueltas, no sé cuántas, hasta que ella pidió disminuir la marcha, necesitaba un poco de oscuridad. La noche fue testigo, abrimos una cerveza, abrazó con sus piernas ardientes una de mis piernas, la apreté con fuerza desde la espalda. Hubo amor, el de siempre; las estrellas invadieron el vagón, primó el éxtasis.

Nunca más vio el Sol, nunca más los amaneceres, nunca más despertó. Yo tampoco tengo ganas de despertar, ¿para qué?

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Diosa de la Luna

El aroma a orquídea húmeda anunciaba el ocaso, los movimientos de las niñas eran ligeros, sincronizados, armónicos, divertidos… Imagínalas corriendo cuesta abajo, desafiando los saltos que sus ancestros supieron construir para que drene el agua. En la carrera descendente sus trenzas son como alas que se despliegan al saltar y se contraen cuando sus sandalias rebotan en el césped. Atraviesan las ruinas del pueblo por un circuito que ellas mismas crearon para garantizar el trayecto más corto hasta el pie de la montaña. Imagina ahora estar observándolas desde arriba (antes no lo imaginaste de esta manera), en la nueva perspectiva los saltos son líneas, sus cabezas círculos, sus trenzas puntos, la cima de la montaña ya no se eleva sobre la base; parecen deslizarse más rápido, se confunden en la inmensidad.

Ana María es más bella que Killa. Killa es más dulce que Ana María. Ana María es más sensual que Killa. Killa es más madura que Ana María. Ana María y Killa son tan amigas que cuando el joven Camilo confesó su amor a Ana María, ella lo rechazó. Fue un acto de amistad, sabía que Killa estaba enamorada de Camilo. Con tan solo trece años ambas aprendieron y respetan las leyes no escritas de la amistad.

Sus vidas transcurren entre montañas, la mitad del día en las cumbres y la otra mitad en el pueblo de Aguas Calientes. Heredaron el oficio de sus padres, guían a turistas por el pueblo de sus antepasados. Relatan historias a viajeros de todas partes del mundo como si los relatos históricos pudiesen ser ciertos. En reiteradas ocasiones los turistas se inquietan más por figurar esbeltos en una fotografía para enseñarla con orgullo de conquistador, que en conocer la maravillosa historia del imperio. Banal preferencia convirtió a Ana María y a Killa en eximias fotógrafas más que en avezadas instructoras.

Un día que Killa guiaba a un grupo de jóvenes mexicanos, estuvo tentada de confundir adrede la historia Azteca con la Inca, pero no se atrevió a hacerlo. Por la noche consultó a su padre, quien sin demostrar enojo le dijo, -hija, actuaste correctamente. De lo contrario, hubieses faltado el respeto de los turistas-. Killa asintió con la cabeza y se mordió los labios para no repreguntar. Con el mismo temor que había sufrido esa tarde, se dirigió a su habitación. Antes que se alejará lo suficiente como para tener que elevar el tono de voz, su padre agregó, -sé que piensas que los jóvenes te faltaron el respeto al ignorar tu trabajo, pero si tú haces lo mismo te convertirías en una mujer mediocre-.Killa corrió a abrazar a su padre, sus ojos negros brillaban más de lo habitual.

Al día siguiente Killa amaneció distinta, presagiando un día atípico, que ya lo era porque había amanecido distinta. Abrió la ventana chillona de madera de cardón para que entrara la luz que no lo hacía por las grietas. Desde la ventana de su habitación ve la calle empinada de tierra casi siempre seca, que dibuja el horizonte próximo y ve las inmensas montañas que no se cansan de ser iguales salvo en millones de años. Killa hizo un corte en el marco de la ventana con una navaja que le regaló su abuelo. Utiliza la raya para medir el crecimiento de un pino situado en el patio trasero de la casa de Ana María, que aparece en el paisaje de su ventana elevado sobre un techo de chapas onduladas.  Su padre le enseñó el procedimiento de medición que consiste en acercar la frente al marco de la ventana, cerrar el ojo izquierdo y mirando por el ojo derecho comparar la altura del pino con la marca. Su padre aseguró que el pino medía quince metros y que por cada centímetro que la copa del pino supere la raya habrá crecido cinco metros de altura. Killa llevó los datos a su maestra de matemática y juntas calcularon que la casa de Ana María se encuentra a ochenta y cinco metros de la suya. La medición de Killa se interrumpió cuando Ana María entró en escena. Cada vez que la veía a través de su ventana, corriendo cuesta abajo por el medio de la calle, se preguntaba porque Ana María tenía la costumbre de ir a buscarla a su casa, considerando que luego ambas se dirigirían en dirección contraria. Nunca le dijo nada, aceptando que las costumbres son incuestionables.

Aquel día de verano rompieron la rutina y fueron a “loma verde”, donde casi la totalidad de los pueblerinos organizaban una gran fiesta. Loma verde es una peculiar colina, no muy alta y de fácil acceso, lindera al pueblo de Aguas Calientes. El césped es de color verde intenso y está extrañamente corto y sano para tratarse de un terreno salvaje. El claro predomina sobre escasos ejemplares de aromos que están ubicados caprichosamente formando un inmenso cuadrilátero como si hubiesen sido plantados con fines ornamentales. El terreno es completamente curvo como el caparazón de una tortuga lo que hace imposible hallar un sector plano. El lugar es muy bello y perfectamente confundible con un jardín real.

Cuando las amigas llegaron los pobladores estaban terminando los preparativos del festejo, vieron largos tablones de madera con caballetes desparejos que delataban la inclinación del relieve. Las mesas estaban cubiertas de papel blanco clavado con chinches y había innumerables platos con chipas, tartas de manzana, empanadas de carne, brochetas de anticuchos, tortillas saladas  y tamales; cubiertos de servilletas blancas para protegerlos de la luz solar. Cada asistente de la fiesta llevaba su propia silla que revelaba los parentescos. La familia del herrero tenía banquetas con patas de madera, tapizadas de cuero rojo. La maestra estaba sentada en la silla negra de plástico que utiliza para vigilar a sus alumnos en los recreos. Camilo y su hermano estaban parados fiel a su estilo incauto. Lo que más atrajo la atención de Killa eran unas letras ralas escritas sobre trozos triangulares de nylon atadas entre sí con una soga delgada, que creaban una especie de cartel colgante con la leyenda “Mamaquilla”. El pretendido cartel flameaba sobre un círculo de piedras blancas en cuyo centro había un pilar bajo formado con idénticas piedras. El pilar tenía un hueco que protegía una esfinge blanca rodeada de velas romas encendidas.

Pronto Killa notó que aquel lugar había sido preparado para venerar a la antigua Diosa de la Luna de los Incas. Sin embargo, ella había aprendido en el colegio que la Luna es un satélite que gira alrededor de la Tierra y no una Diosa. Compartió su inquietud con Ana Maria y terminaron discutiendo, al intercambio se sumó Camilo que buscaba cualquier excusa para acercarse a Ana María. El altercado captó la atención de la maestra, del hermano de Camilo y hasta del tímido hijastro del herrero que se sumaron para contradecir a Killa. En unos pocos minutos la mayoría de los presentes estaba discutiendo con Killa, comenzaron los gritos, algunos insultos y hasta acusaciones de hereje contra la indefensa niña.

Killa no pudo soportar tan desigual e irracional disputa,  se alejó sola y llorando desconsoladamente. Erró por el pueblo hasta refugiarse en la pequeña iglesia de la plaza principal, donde había jurado no regresar, la nefasta tarde que vio por última vez a su madre. La recibió un señor de unos sesenta años vestido de sacerdote y con aspecto desprolijo que olía a serosidad. Killa ingresó al templo con la esperanza de toparse con un ser comprensivo que la ayude a menguar su impotencia. Rápidamente advirtió que había sucedido todo lo contrario, el clero con mirada insinuante, cada vez le generaba más repugnancia. Acordaron una confesión, pero cuando el sacerdote se dirigió al confesionario, que parecía un ataúd parado, Killa emprendió una carrera desesperada en dirección a la puerta principal de la iglesia. La alfombra roja que había atravesado quince minutos antes con mucha ilusión, se transformó en una pendiente que dificultaba la huida, su vista se nubló, un zumbido  taladraba sus oídos y un agudo escalofrío recorría su espalda deslizándose lentamente desde el cuello hasta el coxis. A pesar de las imaginarias dificultades por nada del mundo voltearía su cabeza, por nada del mundo detendría su marcha, Killa posee una fuerza de voluntad extraordinaria capaz de superar la muerte de su madre y de pelear contra todo el pueblo para desmentir la existencia de una Diosa de la Luna.

La luz que atravesaba la puerta de la iglesia era muy intensa y cada vez estaba más cerca, Killa la percibía como su libertad. Fueron tan solo quince metros de carrera, a Killa le parecieron kilómetros; los atravesó en pocos segundos, para Killa transcurrieron horas. Finalmente logró alcanzar la luz del umbral de la puerta, primero con sus brazos extendidos para acortar el tiempo, luego con todo su cuerpo. Recuperó sus sentidos, salvo el de la vista que estaba enceguecida por el sol bajo del atardecer, desaparecieron el frio de su espalda y el zumbido de sus oídos. Sintió calor, escucho voces, cayó bruscamente de bruces, padeció dolor. Volvió la desesperación, se alcanzó a arrodillar, apoyo la palma de la mano en su cara, recuperó la vista para poder ver su mano ensangrentada y grumosa de la misma tierra seca que saboreaba dentro de su boca. Escuchó una voz que le recordó a su madre, con desatino intentó reincorporarse pero desaprovechó la energía que le quedaba y  terminó desplomándose sobre su propia sombra de sangre.

Despertó escuchando la misma voz que ya no le recordaba a su madre, porque el aspecto de la mujer que estaba a su lado le quitaba credibilidad a tonos de voz similares. Se encontraba en una habitación desconocida y acogedora, cuando pudo incorporarse fue al baño y descubrió que no sólo su frente tenía una herida, su ropa interior blanca estaba manchada con una sustancia carmesí. No sentía dolor y a pesar de desconocer a la mujer, el miedo venció al pudor y le confesó su desventura.

¿Es sabia la naturaleza? No lo creo, pero actuó como si lo fuera, ocho años habían pasado desde la muerte de su madre y nunca había dormido fuera de su casa. Todas las noches su padre velaba en la habitación hasta que Killa se dormía, ambos lo sabían pero nunca se lo confesaron. La primera noche que faltó de su casa, se hizo mujer y fue otra mujer la que evitó a su padre la embarazosa enseñanza.

La amorosa señora que parecía una abuela, preparó una sopa de arroz bien caliente que sirvió en una vasija de barro. Se sentó en la cama junto a Killa que se seguía reponiendo de las agitadas vivencias del día anterior.  La miró a los ojos y con voz cariñosa y pausada le dijo:

-Querida hija, escucha atentamente lo que debo contarte. A lo largo de la historia, todas las civilizaciones adoraron dioses, es el mecanismo que hallaron los humanos para convivir con lo desconocido. El hombre primitivo se rindió ante la bravura del fuego y lo creyó un Dios. Durante muchísimos años a Poseidón se le atribuía la creación de un mar infinito, hasta que los marineros lograron surcarlo de punta a punta para desmentirlo. Tus antepasados no fueron los únicos que profesaban el Dios del Sol durante el día y la Diosa de la Luna en las noches. Copérnico, Galileo y otros tantos científicos desterraron, a puro cálculo, las mitologías astrales. Al Dios de la actualidad se le atribuye la creación del cielo y de la tierra.

Tu querida Killa, otras tantas mujeres y yo atravesamos la historia de la humanidad como portadoras de verdades, de conocimientos que lo explican todo. Nuestra misión es custodiar los secretos y velar para que las civilizaciones los descubran sin nuestra ayuda. Hasta aquí nunca fue necesario intervenir y seguramente tú tampoco deberás hacerlo.

Yo soy muy vieja y tú a partir de hoy eres una mujer, es hora que continúes con nuestra gesta. Pasarán muchos años y estarás en mi lugar, contando la historia a tu sucesora.

-¿Cómo me daré cuenta quién es la elegida?

-Lo descubrirás tú misma, el tiempo te dará la sabiduría necesaria para que nuestros secretos lleguen a la persona adecuada. En todos los tiempos habrá gente que niegue el conocimiento y siga creyendo en dioses, quizá no hacen mal en hacerlo.

Ahora ponte cómoda, que te contaré como se ha creado el Universo….

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Doce pasos (Los casos del ingenioso Aquilino)

El invierno de Buenos Aires estaba más nebuloso de lo habitual, más londinense. Las tres muertes en el barrio de San Telmo eran una cifra más de la trágica estadística que padece la metrópoli. Para el agente Berni, jefe de policía de la ciudad, la pavorosa serie no era una casualidad. En los pasillos de la fuerza policial había rumores de su dimisión de no encontrarse una respuesta rápida al enigma.

El primer martes de Julio una mujer de cuarenta años de edad se arrojó en las vías del tren, a la salida del túnel ferroviario que une los barrios de La Boca y San Telmo, justo antes que pasará la formación que circula por ese tramo todas las noches a las 22:40 hs.  De ella se sabía que era madre soltera y que tenía un hijo con severos problemas de salud que necesita someterse a una costosa operación para sobrevivir.

Una semana después de aquel fatal episodio, el exitoso empresario Figlio Cuca recibió un disparo en la cabeza a sólo tres metros de las vías donde la señora de las cuatro décadas había perecido. Figlio Cuca padecía de avaricia, tenía una nefasta obsesión por el dinero. La primera hipótesis supuso un ajuste de cuentas, sin embargo no se encontraron pruebas para progresar en esa línea de investigación. No se halló el arma criminal y los peritos infirieron que se trataba de una pistola nueve milímetros con balas huecas, que se usan para magnificar el daño, y que la muerte se produzco entre las 22:30 y las 23:00 hs.

Como era previsible, la tercera muerte misteriosa sucedió exactamente siete días después y casi al mismo horario, aunque esta vez fue a dos kilómetros de distancia del lugar donde ocurrieron los otros decesos. La inesperada variación geográfica hizo estéril el esfuerzo de Berni de prevenir la nueva muerte.  Había montado un importante operativo en las inmediaciones del túnel ferroviario en el día y la hora que la serie indicaba, sin embargo, la muerte se manifestó en el siguiente túnel ferroviario. Un joven se tiró en las vías y la locomotora lo arrolló sin siquiera notarlo. Juan Pablo Pasos tenía 23 años y era adicto a la cocaína, en dos ocasiones fue encarcelado por robar para financiar su vicio. Sus familiares declararon que desde hacía un año trabajaba de manera estable en una curtiembre y que había superado su adicción.

Agotadas las etapas tradicionales de investigación, Berni no tenía ni una sola pista para esclarecer los casos y estuvo obligado a recurrir al polémico investigador Aquilino Pena. Debió estar realmente muy desesperado, ya que el propio Berni inició un sumario contra Aquilino respecto de su metodología de trabajo que rara vez se ajusta al código procesal. Aquilino es un joven integrante del departamento de investigación que tomó notoriedad por ayudar a resolver casos resonantes gracias a sus extraordinarios conocimientos de informática. Sus compañeros de trabajo comenzaron a referirse a él como “el nuevo Sherlock Holmes”, menos por halago que por envidia. El mote es parte de una maniobra colectiva para cagarle un lastre que desacredite sus cualidades, el día que suceda su primer fracaso. Parece que Aquilino le resta importancia a esta cuestión, a decir verdad, no le importan los asuntos usualmente considerados relevantes. Es soltero y vive en una enorme casa en el barrio de Palermo que solía ser una hostería en la década del sesenta. Le gusta estar solo, aunque prefirió relajar su apego a la soledad que vivir en un monoambiente y aceptó afrontar los gastos de su vivienda con cuatro compañeros con los que comparte la lujosa casona. Estudió informática en la universidad apenas un año, lo expulsaron por vulnerar la computadora personal del rector y divulgar un video erótico que protagonizaba con su secretaria. Su hito más reconocido fue hackear el sistema de seguridad del departamento de defensa de la Nación para modificar los datos biométricos de un político de renombre. El funcionario fue demorado en la aduana por tener el mismo registro digital que un narcotraficante con pedido de captura internacional. En ninguna de sus aventuras fue descubierto, por el contrario, se las auto adjudicó con cierto grado de egocentrismo o ingenuidad. Su fama y talento lo obligaron a elegir entre la cárcel o adherir al grupo de investigación de las fuerzas especiales de Buenos Aires.

El método de investigación de Aquilino es novedoso y no teme en contarlo porque asocia los secretos con la inseguridad intelectual. Sostiene que las personas tienen dos vidas: una real y una virtual. La segunda tiene muy poco de veracidad, sin embargo los criminales tienen una extraña costumbre (quizá una obligación) de revelar algo de su vida real en el mundo virtual. La estrategia de Aquilino es encontrar la intersección de las dos vidas y el caso estará resuelto.

Es experto en recuperar información borrada de dispositivos electrónicos,  utiliza sofisticados algoritmos que el mismo ideó y un viejo servidor que rehúsa actualizar para que el proceso demore más de lo necesario, asegura que las cosas bien hechas demandan tiempo. Tal vez le teme al tiempo, ¿cómo no temer a algo predecible e incontrolable?

Suele esperar los resultados de sus programas recostado en un antiguo sofá estilo señorial que adorna su amplia habitación, mientras ingiere trufas alucinógenas. Las setas prohibidas o el cariño, son la excusa que justifican dos visitas anuales a su hermano Roque quien se refugia en una aldea auto sustentable de Capilla del Monte. Esos días de retiro al pie de las sierras cordobesas con ocupados por interminables charlas, casi siempre sobre filosofía y literatura, en las cuales las ideas presentadas con argumentos convincentes devienen en dudas existenciales que disparan nuevas charlas.

Pasados siete días de investigación, Aquilino citó a Berni en una cafetería del barrio de Villa Lugano con la promesa de informar novedades concluyentes. La lejanía del lugar escogido para la reunión incomodó al jefe policial, pero estaba demasiado ansioso por escuchar al joven investigador que evitó los reproches.

-Reconozco que ha costado bastante, pero finalmente averigüé lo sucedido con las tres muertes que lo tienen tan preocupado -dijo Aquilino con un aire de superioridad.

-¡No des vueltas y contame todo lo que sabes! -respondió Berni con voz fuerte, fiel a su carácter autoritario.

-Debemos prepararnos, porque el psicópata tiene todo preparado para volver a jugar esta noche. Aunque no imagina que esta vez habrá un tercer jugador que arruinará su macabra diversión.

-La verdad no entiendo nada de lo que decís -agregó Berni, esta vez con más respeto porque entendió que no ganaba nada siendo hostil con Aquilino.

-Está bien, voy a explicarlo desde el principio, pero debe prometer que confiará en mi teoría e iremos a detener a ese loco esta misma noche. No quiero ser cómplice de una nueva muerte.

-No puedo prometer nada, si no me explicas de lo que estás hablando seguiremos perdiendo el tiempo  -dijo Berni apelando a la poca paciencia que le quedaba.

-Estuve trabajando casi sin dormir desde aquel día en que nos reunimos. Con los dispositivos electrónicos hice lo de costumbre, recupere la información borrada del disco rígido de la computadora de Figlio Cuca y de los teléfonos personales de la mujer y de Juan Pablo Pasos. Ahora que lo pienso, con ese apellido, el chico estaba destinado a morir de esa manera-.

Aquilino adopta una postura particular mientras piensa,  coloca el codo de la mano izquierda sobre la mesa, cierra su puño apretando el dedo pulgar con los restantes dedos y lo apoya sobre su boca,  dirige su miraba hacía el piso con los ojos bien abiertos y se queda en absoluto silencio. La expresión del rostro de Berni era de absoluto desconcierto, sin embargo no quiso interrumpir el confuso relato de su subordinado. Aquilino prosiguió diciendo, -es mucho más fácil encontrar un patrón que se repite en varios archivos digitales que descubrir algo relevante en un único registro digital. En este caso, el factor común en los tres dispositivos electrónicos analizados eran chats con un usuario apodado “GAS”.

-¿GAS-? Repitió Berni intentando encontrar sentido a esa palabra.

-Sí, ge a ese, GAS –confirmó Aquilino. -En todos los casos las conversaciones fueron cortas y cautelosas, la promesa de GAS era ganar mucho dinero.  Según sus propios dichos lo único que se necesitaba era tener coraje. Las tres víctimas fueron invitadas a diferentes cafés de la ciudad para recibir los detalles. A juzgar por los resultados, todas aceptaron el convite.

Berni oía atentamente sin quitar su mirada del rostro pálido y huesudo de Aquilino, no obstante, su ignorancia respecto del desenlace del relato era total.

-Cuando leí las conversaciones estaba seguro que GAS era el responsable de las muertes. Seguramente usted ya dedujo que la única variable que une los tres casos, además de que sus protagonistas están muertos, es el dinero, ¿verdad? -Preguntó Aquilino como poniendo a prueba a Berni. El viejo jefe policial dudaba entre golpear al joven o seguir escuchándolo, hizo un esfuerzo muy grande para contenerse y sin decir una palabra respondió con la mirada. Aquilino entendió perfectamente el mensaje e ignoró el episodio, disfrutaba de su rol protagónico en aquella escena.

-Como le decía, a esa altura ya sabía que GAS estaba detrás de las muertes y que las víctimas habían sido engañadas por su necesidad de obtener dinero. El asunto era averiguar quién era GAS y cómo hacer para atraparlo.

Para la segunda parte de la investigación utilice mi algoritmo de búsqueda relacional “Deep Search”,  sin caer en la arrogancia debo decir que el programa que he creado es realmente muy poderoso. Como datos de entradas utilicé las palabras claves “muerte”, “dinero”, “GAS” y “tren”.  Descarté la palabra “suicidio” porque a menor cantidad de datos ingresados más precisos son los resultados, además era difícil suponer que nuestros casos se tratasen de suicidios.

No quiero aburrirlo con demasiados detalles, pero necesito explicar lo suficiente para que comprenda las decisiones que tomé durante la investigación. El programa demoró diez horas en arrogar resultados, seguramente mis compañeros ya le contaron lo que suelo hacer mientras espero que un proceso termine; pero esta vez estaba tan ansioso que me la pase mirando los mensajes del programa en el monitor de la computadora. Examiné cada uno de los resultados, descarté los irrelevantes y finalmente di con la respuesta buscada: Georges Arthur Surdez, cuya abreviatura es “GAS”.

¿Sabe usted quién es Georges Arthur Surdez? –pregunto Aquilino.

-No tengo la menor idea. Lo único que espero es que no me estés haciendo perder la mañana, querido Aquilino.

-Tranquilo, las cosas no pueden entenderse hasta que son conocidas en su totalidad y desgraciadamente los humanos tenemos la manía de ser ansiosos. El señor Georges Arthur Surdez fue un escritor Suizo que en 1937 escribió un cuento corto sobre un juego de muerte. Surdez pasó a la inmortalidad por ser el creador de la “ruleta rusa”.

-Sigo sin entender-. Interrumpió brevemente el jefe policial.

-Esa es la clave que necesitaba, un extraño que utiliza como pesudonimo las iniciales del creador del juego de muerte más conocido de la historia. Estaba claro, al menos para mí, que nuestros casos se trataban de un juego de muerte organizado por un fanático y jugado por personas desesperadas por el dinero. La madre necesitaba el dinero para pagar el tratamiento de su hijo, Figlio Cuca estaba enfermo por ganar dinero fácil y al pobre Juan Pablo le urgía comprar su droga. Es muy obvio también, que las muertes que estamos investigando no encajan con el conocido juego de la “ruleta rusa”.

Ahondé la investigación sobre el escritor Surdez y encontré el archivo digital de un cuento inédito donde describe otro juego de muerte denominado “doce pasos”. Creo que utilizar “tren” como palabra clave de entrada al programa de búsqueda ayudó a descubrir esta perlita, pero esto es un simple detalle técnico. No fue difícil deducir que nuestro malvado GAS es un fanático del juego “doce pasos” ideado por Georges Arthur Surdez-.

El oficial Berni se paró e increpó a Aquilino. -¡Hasta aquí hemos llegado!, no voy a tolerar que sigas jugando al misterio, los próximos cinco minutos son tu última oportunidad de aclarar semejante maraña de deducciones.

-Qué lástima que se ponga así jefe, esta noche cuando atrapemos a nuestro hombre, se va a arrepentir de no haber escuchado más detalles de tan astuta investigación. De todos modos, cinco minutos son más que suficientes porque estamos llegando al desenlace-. Aquilino se mostraba tan seguro de su teoría que Berni optó por volver a sentarse para seguir escuchando.

-En el juego de los doce pasos se necesitan dos participantes y un maletín con dinero colocado entre los durmientes que separan las vías del ferrocarril. El primer jugador, llamado “corredor”, se sitúa a doce pasos de distancia de las vías y debe correr lo más rápido posible para recoger el maletín. La dificultad radica en que la orden de comienzo del juego la recibe instantes antes que el tren pase sobre el maletín. Si lo logra, gana el juego y se lleva el dinero como premio, en caso contrario literalmente muere en el intento. Puede suceder que el corredor se acobarde y detenga su marcha para impedir ser embestido por el tren, cediendo su turno al segundo jugador denominado “tirador”. Para ganar el juego y quedarse con el premio, el tirador debe disparar por la espalda al corredor con un arma de fuego. Si no es capaz de hacerlo,  ambos jugadores pierden el juego. Este ingenioso y tétrico juego explica claramente las tres muertes que estamos investigando-.

A Berni lo invadía una mezcla de asombro con felicidad. Le pidió a Aquilino que siguiera hablando.

-El último paso de la investigación fue contactar a GAS para que me invite a participar de su fatal juego. Averigüé que tanto la mujer como Juan Pablo Pasos habían solicitado dinero en una financiera del centro porteño. Mis sospechas eran que GAS tenía acceso a los datos de personas sin respaldo financiero que pedían préstamos de dinero a cambio de tasas de interés usureras. Me presenté en la financiera con identidad falsa y una historia conmovedora para solicitar una suma de dinero que jamás nadie me hubiese prestado. Mis sospechas fueron atinadas, 48 hs después recibí el primer correo electrónico. Luego de un intercambio de correos, pasamos a conversaciones por chat y finalmente llegó la invitación de GAS para vernos personalmente. El encuentro ocurrió hace dos horas, en esta misma cafetería.

-¡Eres un irresponsable! -dijo Berni con tono enojado. Aquilino hizo una pausa y con la mirada amenazó con irse. Berni aprovechó el silencio para recapacitar y reconocer que el joven había hecho un trabajo impecable.

-Ya tendremos tiempo para conversar sobre tu manera de proceder. Dime en que quedaron con ese delincuente.

-Esta noche a las 22 hs me esperará en el túnel ferroviario del barrio de San Telmo para jugar a los doce pasos. Escogí ser corredor, el tirador será un quinielero cordobés.

GAS me confesó detalles del juego que podría calificar de brillantes, de no tratase de tan aberrante causa. Escoge la salida de un túnel para evitar que el maquinista vea al corredor acercarse y frene el tren, acción que le otorgaría una ventaja inmerecida.  El jugador puede elegir a cuantos pasos de distancia de las vías comenzar el juego hasta un máximo de doce. Por cada paso que se aleja de la vía el dinero se duplica,  paga mil dólares por el primer paso. Me aseguró que casi todos los corredores escogen comenzar desde los doce pasos ¿Es lógico, no-? Berni oía el relato en silencio y más atento que antes.

-Lo atrapante del juego es la heterogeneidad de sus jugadores. El corredor es valiente,  arriesga su vida por una causa que considera trascendental. En cambio el tirador es cobarde, especulador, sacia su avaricia a costa del fracaso ajeno, es un asesino.

Le pregunté a GAS si alguna vez había jugado a los doce pasos, me contestó que nunca nadie le había hecho esa pregunta. No repregunté para evitar sospechas-.

Berni y Aquilino concluyeron la reunión luego de definir los detalles del operativo. Esa noche en las adyacencias de las vías, el asunto se resolvió velozmente, GAS quedó expuesto y los policías lo atraparon sin necesidad de ejercer violencia. Es probable que no pase mucho tiempo encerrado, al fin y al cabo los jugadores participaban voluntariamente de su juego. Aquilino sabe que es un enemigo que pronto enfrentará nuevamente.

Cuando se lo llevaban esposado pasó por delante de Aquilino y le dijo, -la respuesta a tu pregunta es… sí, he jugado.

-¡Eres un cobarde tirador!-, le gritó el detective.

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El hombre del árbol

Elsa volvió a su casa porque olvidó una carpeta con exámenes que había estado corrigiendo la noche anterior. Solia hacer ambas cosas, llevarse trabajo a su casa y olvidarselo allí. Estacionó su automóvil y se adentró en la casa tan rápidamente que pasó por alto la ausencia del automóvil de su marido. Elsa y Andrés,  trabajaban en la universidad Nacional de San Martin de los Andes como investigadores de geografía. Si bien debían cumplir el mismo horario, Andrés acostumbraba llegar una hora más tarde que Elsa, por eso consideraban indispensable tener cada uno su propio vehículo. Elsa ingresó a su habitación y se asombró de que Andrés no estubiese durmiendo como era su costumbre a esa hora de la mañana. Le fue fácil encontrar la carpeta encima de su mesa de luz, estaba debajo de una pequeña caja de cosméticos y un libro abierto de autoayuda. Levantó la carpeta con prisa y mientras hojeaba los examenes volvió a sentir la sensación de inseguridad que había sufrido la noche anterior, fue difícil para ella decidir que la evaluación de Juan Cruz estaba desaprobada. La falta de tiempo la ayudo a olvidar esa sensación, la noche anterior lo había hecho el sueño. Justo antes de levantar un almohadón marrón que le estorbaba el paso, vio una hoja de papel sobre la mesa de luz de Andrés. Le llamó la atención porque su marido era obsesivo del orden y esa hoja arrugada rompía la armonía que reinaba en la mitad de la habitación que le pertenecía a él. La curiosidad la venció y gateo por encima de la cama para leer la hoja que rezaba lo siguiente: “Pedir perdón es una manifestación de egoísmo. Otra, es la que voy a cometer ahora.”

Elsa se preocupó porque a pesar que estaba acostumbrada al humor ácido de Andrés, nunca lo había expresado por escrito. Recordó que Andrés solía decir que el habla es menos difícil que la escritura.

Antes de terminar de imaginar lo que había sucedido ya estaba en su automóvil camino al mirador del lago. Un lugar ubicado a solo cinco kilómetros del centro de la ciudad al que se accede desde un camino sinuoso de tierra. Tiene un gran playón que los habitantes de la zona y turistas utilizan para contemplar la inmensidad del lago Lacar rodeado de imponentes montañas del cordón de la precordillera.  Era el lugar preferido de la pareja y había muchas razones para que Elsa estuviese segura de encontrar allí a Andrés. Ellos solían tener una peculiar discusión acerca de que accidente geográfico es el mirador del lago. Elsa aseguraba:

-Es una estructura rocosa resistente a la erosión con una pendiente de cien metros de alto que culmina en la costa del lago, está claro que se trata de un acantilado.

Mientras que Andrés se atrevía a decir:

-Este lugar tiene el maravilloso privilegio de ser un mogote tan particular que está a orillas de un lago.

Aunque en el fondo él sabía que Elsa tenía razón, continuaba con su argumento porque la discusión era inofensiva y era algo que le pertenecía a la pareja.

La primera vez que estuvieron juntos en el mirador del lago, Andrés le declaró su amor que consumaron en un apretado Fiat 128 blanco. La última vez, ni siquiera hablaron. Es triste e inexorable el camino del matrimonio, va desde el deseo hasta la rutina. Las parejas que mueren deseándose no son una excepción, simplemente no caminaron lo suficiente.

Elsa tardó diez minutos en llegar a la última curva cerrada antes del mirador, lo que pasó luego de ver una ambulancia, el camión rojo de los bomberos y dos patrulleros viejos, le importó poco. El comisario Martinez le explicó que un ciclista que andaba por el camino de tierra vio como el automóvil caía por el acantilado y se hundía en las frías y azules aguas del Lacar. Iba a ser muy difícil rescatar el cuerpo, en esa zona la profundidad del lago supera los cincuenta metros y se necesitarían costosos equipos y experimentados buzos para lograr tal proeza.

Andrés ya era otra persona, tenía la sensación que tienen los delincuentes cuando no son descubiertos. El miedo se va convirtiendo lentamente en victoria. Escogió escaparse por el largo y angosto país de los crotos del Bepo Ghezzi. Se alejó de San Martin de los andes caminando sobre los durmientes en dirección norte, con tan solo una mochila que tenía ropa, agua y un poco de dinero. La travesía comenzó a pie y le fueron suficiente un par de días para averiguar que aquello narrado por Bepo en su libro, era infinitamente menos cruel que lo que estaba sufriendo. Apenas podía caminar unos kilómetros por día con sus pies húmedos y sus piernas doloridas y ajeadas por los cardos. Fue atacado por perros y ahuyentado a escopetazos por el dueño de un campo que asumió como propio el terreno adyacente a las vías. En un momento de descanso reflexionó que la literatura es muy idealista, casi nunca narra los detalles,  Funes el memorioso fue la excepción. Cuando se aseguró estar lo suficientemente alejado de su ciudad como para que nadie lo reconociera, prosiguió el viaje en ómnibus. En algunos tramos fue llevado por baqueanos de pueblos apostados sobre la ruta 40.

Varias semanas de viaje lo depositaron en Belén, un pequeño pueblo emplazado en el valle semiárido del sur de la provincia de Catamarca. Un anciano que lo encontró cansado y muy sucio errando por su chacra, le ofreció una habitación y comida. Andrés pensó que tenía todo lo que anhelaba y decidió quedarse allí a labrar la tierra del viejo. Atrás había quedado su estresante vida cargada de obligaciones de marido, de padre, de jefe, de investigador prestigioso, de hijo, de hermano, de amigo, de ciudadano ilustre, de socio del club, de deportista, de miembro de una clase media consumidora y mezquina. Pasaron meses de aparente felicidad para Andrés,  el sol encendía la chacra por la mañana y la sombra de las inmensas montañas del valle la apagaban por la tarde, la secuencia era perseverante. Estaba mucho tiempo solo, con el único que hablaba de vez en cuando era con el viejo. Se la pasaba pensando o evitando pensar.  Pronto las conversaciones con su voz interior se tornaron insoportables. Tenía la desgracia y la obligación de tomar los dos roles de esas charlas en voz baja. Al principio quiso evadir las preguntas, pero la voz interior no cesaba de formularlas. Luego probó con mentir, pero los interlocutores se conocían demasiado como para ser creíble. Tuvo la obligación de empezar a contestar preguntas que siempre evito responder. ¿Fui feliz? ¿Soy feliz ahora? ¿Hice feliz a alguien? ¿Alguien dejo de ser feliz por mi culpa? Nadie es capaz de enfrentar semejante cuestionario, indefectiblemente la voz interior triunfó y sumergió a Andrés en una terrible depresión. El viejo lo notó enseguida y le aconsejo que volviera:

-¡Uno es del lugar en donde nace! sentenció.

Andrés aceptó el consejo, el viaje de regreso le pareció más corto, siempre sucede eso. Llegó a San Martin de los Andes durante el alba, lógicamente nadie lo esperaba. No sabía dónde ir, donde acomodarse; como le sucede a alguien que entra a una fiesta a la que no está invitado. Casi de casualidad se encontró frente al cementerio ubicado en el ingreso a la ciudad. Es un parque enorme con abundante vegetación, árboles de diversas especies paradójicamente le dan vida al lugar. Su familia era dueña de una parcela de tierra ubicada al final del cementerio. Recordó que la había elegido él mismo por ser la más barata. Qué sentido tenía pagar un adicional para estar mejor ubicado si ni siquiera lo iba a notar cuando la usase, el recuerdo lo hizo sonreír. Sintió curiosidad por ver si sus familiares le habían respetado su lugar. No se animó a ingresar al cementerio, prefirió rodearlo, caminó por la parte exterior junto al alambrado hasta acercarse al lugar de su tumba, la cerca que formaban un sinfín de altos arbustos de dodoneas color carmesí no lo dejaban ver hacia el interior. Notó que detrás de él había un pino añejo de gran altura, le llamó la atención la gran cantidad de piñas secas que había en sus ramas comparado con las pocas que había en el piso. La forma del árbol era muy particular, su tronco principal tenía medio metro de diámetro y se estrechaba conforme se alejaba del piso. A la altura aproximada de dos metros estaba atravesado transversalmente por otra rama casi del mismo grosor, que primero descendía ligeramente y luego se elevaba formando una curva, como si se tratase de la trompa erguida de un elefante. El resto de las ramas eran notoriamente más pequeñas y no llamaban la atención, servían para sostener las pinochas y piñas que terminaban de darle forma de pino a ese extraño árbol.

Casi sin pensarlo, abrazó el tronco principal y trepo hasta sentarse en la rama curvilínea cuya forma le daba una asombrosa comodidad y lo dejaba ver con claridad el otro lado del cerco donde filas de mármoles blancos apenas sobresalían de una gramilla verde intenso con hojas anchas y acolchonadas. En poco tiempo descubrió que no estaba solo, al pino también lo habitaban los horneros que estaban en la parte baja del árbol, muy cerca de donde se encontraba. Pudo ver al menos dos construcciones terminadas con forma de iglú y del color del barro.   En la parte central del pino observó palomas llamativamente gordas, eran fáciles de ubicar por su sonido característico y contagioso. Pudo presenciar la exclusiva y fugaz forma que tienen de aparearse. En lo más alto había dos chimangos que se paraban en la punta de las ramas más elevadas a vigilar todo el cementerio y se alternaban para hacer vuelos cortos y circulares como marcando en el aire el territorio que les pertenecía. A gran altura y con sus alas desplegadas eran fácilmente confundibles con halcones. En parte por la tranquilidad que transmitía el lugar y en parte por el cansancio, Andrés entró en un sueño profundo que duró varias horas. Cuando despertó estaba sorprendido de lo bien que había descansado y de lo familiar que le resultaba ese lugar, ese pino y esa rama corva.

La primera persona que se acercó a visitar su tumba fue Elsa que llegó sola, se la veía bien de ánimo y un tanto más delgada de lo habitual.  Se agachó a depositar un ramo de flores amarillas junto al mármol que tenía grabado dos fechas y el nombre de Andrés en color negro.  Andrés había esperado y pensado mucho en cómo sería el momento de volver a verla. Imaginó distintos escenarios, variantes de posibles diálogos, reacciones diversas que desencadenaban en historias con finales a veces muy alegres y otros muy dolorosas. Sin embargo, cuando por fin la vio, ¡no hizo nada! Se quedó quieto observándola desde su rama, no tuvo ganas de gritarle ni de abrazarla. Le ganó la resignación.

Los primeros meses lo solían visitar seguido. Iban sus familiares, compañeros de trabajo, amigos y hasta conocidos que nunca quiso.  Elsa cumplía el protocolo de ir una vez por mes, aunque ya no lo hacía sola. Llegaba de la mano de Marcelo, un compañero de trabajo de ambos que tenía buenos modales y siempre mostraba preocupación por la familia de Andrés, en especial por Elsa. A juzgar por las evidencias, la preocupación era sería. Hubo períodos que pasaban días, semanas, meses enteros que nadie lo visitaba, se entristecía un poco hasta que se daba cuenta que cuando estuvo “en vida” solía suceder lo mismo. Una señora rubia de unos cincuenta años llegaba religiosamente todas las mañanas con una rosa blanca y un rosario en sus manos. Permanecía arrodillada en silencio tres o cuatros horas, la escena era desgarradora. Andrés infirió que lloraba a un hijo, no tenía casi dudas porque su imagen representaba la Pena en su expresión más pura y tormentosa.

La vida en el árbol era muy sedentaria. Andrés adoptó una postura placentera que no modificaba casi nunca, recostado sobre la rama de las curvas. Un hornero que le resultaba familiar comenzó a construir su nido en unas de sus piernas, esto acentuó la inmovilidad de Andrés que no quería dañarlo. Con el tiempo notó que le brotaron verrugas marrones en su cara y en sus extremidades. No sentía dolor, estaba muy tranquilo, acaso feliz. Ese era su lugar natural, los pájaros del pino eran su compañía.

Una tarde un niño que visitaba el cementerio con su abuelo miró hacia el pino y dijo:

-Mira abuelo, la rama de ese árbol tiene la forma de una serpiente boa que se comió un hombre.

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Juan Muraña

No sé cuanto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.

Jorge Luis Borges  (1970, El informe de Brodie, página 138

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El Encuentro

Yo sentía (la frase es de Lugones) el miedo de lo demasiado tarde. No quise mirar el reloj. Para disimular mi soledad de chico entre mayores, apuré sin agrado una copa o dos.

Jorge Luis Borges  (1970, El informe de Brodie, página 127, Editorial Sudamericana: ISBN 978-950-07-3497-4)
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El indigno

La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola.

Jorge Luis Borges  (1970, El informe de Brodie, página 114, Editorial Sudamericana: ISBN 978-950-07-3497-4)

Minetras dura el arrepentimiento dura la culpa

Jorge Luis Borges  (1970, El informe de Brodie, página 114, Editorial Sudamericana: ISBN 978-950-07-3497-4)
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El Etnógrafo

Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía.

Jorge Luis Borges  (1969, Elogio de la sombra, página 55, Editorial Sudamericana: ISBN 978-950-07-3497-4)