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A destiempo

Salim es un genio peculiar y perverso. No reside en una lámpara, sino en una damajuana ordinaria. Concede un único deseo, a cambio de ser devuelto al mar a la caza de nuevos amos.  No consigue (o no quiere) cumplir los deseos a tiempo; por eso un niño iraní recibió su primera bicicleta a los treinta años de edad o un ladrón de bancos escapó de Alcatraz el día de su muerte.

Mi gran desgracia fue desear el amor de Diana a orillas del mar Egeo. Desde entonces vivo atormentado, su fantasma me hace el amor todas las noches.

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Puntos de vista

La mira a los ojos, lo mira a los ojos. Ignoran el humectante spray que les escupe la fuente, escondidos entre la muchedumbre que invade los jardines. De fondo el palacio: impecable, imponente,  inmaculado. Abundan las geometrías verdes, abrazadas por flores de colores agradecidas a la primavera. Resaltan las más altas y las tornasoladas. Las últimas, cómplices del Sol, enceguecen.

Ignoran todo, él se acerca, ella quiere que él se acerque. Veleros de madera naufragan encerrados, otros son remolcados por los niños, sus padres matan el tiempo. Un viejo lustra una escultura, las otras no brillan.

Prometieron encontrarse. Pasaron treinta años. Se encontraron. Los atraviesa el perfume a baguette del boulevard Sain Michael. Los atraviesan mariposas. Se escucha Édith Piaf desde lejos.

Ellos no escuchan nada, no dicen nada, no piensan nada, sólo se miran y acercan sus labios temblorosos. Nadie los observa, no se sienten observados. Son una pareja más sentada a la orilla de la fuente. Se sienten únicos: reyes de los jardines.

De golpe la oscuridad y el placer, lo infinitamente esperado. Se besan con los ojos cerrados, para sentirse mejor.

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Me mira a los ojos, lo miro a los ojos. Estoy rodeada de gente desconocida. La cercanía al agua de la fuente me ayuda a menguar el calor. El prolijo y trabajado verde abunda. Hay flores de todas las imaginables.

Él se me acerca, yo no sé si quiero que se acerque. Los padres de los niños, que empujan los barquitos de madera, parecen no prestarles atención. Una señora de sombrero lee a Victor Hugo.

Hace mucho tiempo prometimos encontraron en este lugar. El aroma a Madre Selva, desborda. Escucho música francesa desconocida.

Antes de besarlo, me siento observada. Posado en la rama más extrema de una Santa Rita, el ruiseñor nos mira fijo; parece estar describiéndonos.

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La recursiva condena de Fortunato Tercero

Bajo el califato de Samuel “el Grande” las leyes eran muy duras. Valía lo mismo robar un borrego de un corral que sustraer las joyas del palacio sagrado, todos los robos eran penados con la muerte. Conocidas las reglas, los ladrones se limitaban a suntuosos botines que justificasen arriesgar sus vidas.

Así fue el caso de Fortunato Tercero: joven, arrogante, heredero de una fortuna, mataba su tiempo embriagándose con licor de granada y maltratando a las mujeres de la servidumbre. Se jactaba de ser miembro de una familia poderosa, aunque la jactancia no le alcanzó para evadir las leyes impuestas por el califa Samuel “el Grande” y fue condenado a muerte por robar pieles o telas a un mercader turco que las traía desde más allá de los confines del califato.

Samuel “el Grande” aborrecía la sangre, por eso había ordenado modificar la tradición de cortar la cabeza del condenado a muerte y colgar su cuerpo en la entrada del palacio sagrado hasta que apareciera la próxima luna llena. Las ejecuciones bajo su gobierno se redujeron al uso de la horca. Creyente que el destino de una persona se forja con sus propias decisiones, ordenó que fuese el propio Fortunato Tercero quien decida su suerte.

El gobernador de los verdugos, siguiendo las órdenes de su califa, obligó a Fortunato Tercero a optar entre morir en la horca o encerrarse a leer una escritura en la sala de los espejos del palacio sagrado, con la condición de permanecer allí hasta finalizar la lectura.

Fiel a su arrogancia, Fortunato Tercero optó precipitadamente por la lectura de la escritura. Deslizó una sonrisa irónica al advertir que la escritura cabía en un papiro del tamaño de su turbante y pensó que solo un necio elegiría morir en la horca en lugar de completar una lectura que no demandaría más tiempo del que tarda un sirviente en limpiar sus zapatos.

Un joven verdugo, que fue castigado por ser infiel a Samuel “el Grande”,  sería el encargado de custodiar la dorada puerta de la sala de los espejos, durante el tiempo que le demandase a Fortunato Tercero cumplir su condena. Samuel “el Grande” fue cuidadoso en indicarle al gobernador que eligiese un verdugo bastante más joven que Fortunato Tercero para garantizar la custodia, por si acaso el encierro se prolongase en el tiempo. Fortunato Tercero creía que el califa era un tonto e imaginaba como llevar a cabo nuevos robos ante una condena de tan fácil cumplimiento.

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Fortunato Tercero pasó cuarenta años leyendo la escritura,  el califato fue heredado por Samuel Segundo “el hijo del Grande”. Hasta que un día Fortunato Tercero abrió la puerta dorada de la sala de los espejos y le rogó a su verdugo que lo colgase. El miedo a la Vejez había vencido al miedo a la Muerte.

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La escritura, que Fortunato Tercero leyó durante cuarenta años para cumplir su condena, rezaba:

“Bajo el califato de Samuel “el Grande” las leyes son muy duras. Vale lo mismo robar un borrego de un corral que sustraer las joyas del palacio sagrado, todos los robos son penados con la muerte.

Soy un vulgar ladrón, indigno de vivir bajo el califato del honorable Samuel “el Grande” y de los califas que lo sucedan. He sido traído a esta sala del palacio sagrado y se me ha entregado la soga que mi verdugo empleará para colgarme.

Nuestro amado califa es benévolo y me permite tomar las decisiones que forjan mi destino. Tengo una nueva oportunidad de decidir mi suerte, debo abrir la puerta de la sala de los espejos y pedirle a mi verdugo que use la soga para colgarme o debo comenzar a leer esta escritura nuevamente.”

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Bar “Los Amigos”

Soy un hombre solitario, de pocas palabras, un tipo de bar. La costumbre me empuja todas las noches al bar de Horacio, me siento cómodo, no recuerdo la última vez que fui feliz fuera de él. A diferencia de otros, que tienen la extraña costumbre de abandonar aquello que los hace feliz, persevero en frecuentarlo a diario. Suelo sentarme junto a la barra, en una banqueta que es cómoda a pesar de su tapizado cuarteado.

Horacio es de esos tipos que no cambian con el tiempo, lo concibo invariable desde que lo conocí hace veinte años. Acostumbramos a hablar de fútbol, de boxeo, de política, rara vez coincidimos pero nunca discutimos. Su historia es apasionante, a los nueve años madrugaba para repartir el diario El Eco, “era cuando los diarios se doblaban a mano”, me explicó. Al mediodía jugaba a la pelota con sus amigos en la calle, hasta la hora de ir a la escuela N⁰1, “porque en esa época a la mañana iban las mujeres y a la tarde los varones”, me contó riéndose y orgulloso de ser el único de los once hermanos que terminó la escuela primaria. A la tardecita trabajaba de cadete en un taller. “Por la noche nos lavábamos en una palangana con agua caliente antes de ir a la cama…. y a pesar de todos éramos felices”. Con trece años ayudaba a su padre en la cantina del club Defensores, hace cincuenta y siete años que está detrás del mostrador. Inimaginables historias ha escuchado e innumerables secretos guarda con celo profesional, es un auténtico compañero.

Cuando llego temprano aprovecho para cenar un sándwich de milanesa de ternera. Afirmo, sin temor a exagerar, que no existe lugar en el mundo que convide sándwiches de milanesa más deliciosos. Muchos atribuyen su éxito a la elaboración casera de la milanesa. Otros, al horneado que somete al pan a altas temperaturas hasta alcanzar el punto exacto de lo crocante, que sólo Horacio conoce. También están los que afirman que la mayonesa caliente aporta el toque de distinción. Yo prefiero creer que el secreto radica en la repetición, el fantástico talento de conseguir idéntico sabor en cada preparación, como sucede con los tallarines caseros de mamá. El cerebro dispone el paladar a recibir un gusto familiar, el primer bocado del manjar sacia la ansiedad, emparentando el sabor esperado con el real, siempre sabroso, siempre igual… una ración de placer.

La selección del trago está condicionada por mi estado de ánimo, aunque me obstine en negarlo y alardear de libre elector. Cuando estoy sereno pido una “sangría” fresca, los días de nostalgia son para tomar “Leghi”, la angustia o la ebriedad se acompañan con ginebra, en cualquier otro caso me inclino por el fernet. Horacio nunca objeta la elección, se limita a desplegar sus botellas y como en un acto de magia oculta el truco que convierte su trago en delicia.

Esa noche agradable no entré al bar de Horacio. Recordé las palabras de mi amigo el Tano, quien insistía con la leyenda del bar “Los Amigos”, con un español atravesado repetía gritando “ragazzo, tiene que animarse a andare, in quel lugar adivinan lo que voi pensás. ¡questo è creer o reventar!” . Decidí seguir caminando y alejarme en dirección sur por el empedrado que luego de las vías le deja lugar a la tierra.  Al final del oscuro camino, donde el pueblo se convierte en campo, brillaba el pequeño farol del bar como la única estrella de una galaxia desolada. Era casi media noche, no andaba ni un alma, salvo perros callejeros sin alma. Llegué a la última esquina algo agitado. La fachada del viejo lugar tenía pintada la palabra bar con letras mayúsculas negras, la puerta de entrada tenía los vidrios tan sucios que ocultaban el esmerilado. Muchos años en el pueblo y aún no conocía el legendario bar “Los Amigos”,  popular por su hostilidad con los forasteros y, como decía el Tano, por su mito de lugar donde los pensamientos son inocultables.

El salón era pequeño y las paredes blancas estaban manchadas por la humedad, había una nube de humo porque en los bares se fuma, tenía una larga barra de madera porque en los bares se bebe. No puede distinguir presencia femenina, porque en los bares predominan los hombres. Me dirigí sigilosamente a la barra intentando pasar inadvertido, fracasé, mi carácter de foráneo quedó en evidencia de inmediato. Pedí un fernet y me senté en una banqueta muy incómoda a observar, como buen agnóstico, algún hecho que haga creíble la leyenda del bar. El trago estaba asqueroso, afín al desgano del cantinero.

En una mesa chica de un rincón había cuatro tipos jugando al “truco”, tres de ellos no miraban las barajas para jugar. Cuando les tocaba su turno, daban vuelta una carta al azar para no dejar en evidencia la jugada. El más viejo había desarrollado la habilidad de pensar cartas diferentes de las que realmente le tocaban. Los adversarios conocían la maña, entonces el “truco” no perdía su esencia, pues aunque leyeran el pensamiento del viejo no alcanzaba para saber si era cierto o estaba mintiendo.

En el sector más iluminado del salón había dos jóvenes jugando al ajedrez, sudaban y lucían exhaustos. El esfuerzo mental demandado por el ancestral juego se potenciaba por la proeza de enmascarar las movidas de fichas. El jugador A leía la mente del jugador B para conocer su próxima movida. Mientras que este último exploraba  los pensamientos de A en búsqueda de la réplica de su rival. Ante la novedad, B modificaba su imaginada jugada, pero el cambio era en vano porque producía que A también modifique la suya. La diabólica recursión continuaba hasta agotar todas las posibles movidas. Presencié una partida que se definió sin necesidad de mover piezas. Ambos jugadores se miraron fijamente durante minutos hasta que uno, taciturno, cerró los ojos y bajo la cabeza en gesto de derrota. La escena hizo creíble el lugar, aprendí que los ojos reflejan la mente y matan los secretos. Miré al cantinero, descifró lo que quería. El hecho me proporcionó confianza, ya era parte del fantástico mundo del bar. Naturalice lo ocurrido para evitar ser observado.

La puerta de entrada se abrió y una presencia femenina enmudeció el lugar. Era una mujer alta, morena, de cabello ondulado y largo, llevaba un vestido colorado pero elegante y zapatos negros con tacos bajos. Un borracho que estaba recostado sobre una mesa se despertó por el silencio. Un hombre solitario que habitaba la barra se acomodó el flequillo, otro que jugaba al pool levantó con ambas manos su holgado pantalón. Dos hombres apoyados en una columna, dejaron de conversar para escoltar con la mirada el lento y convincente andar de la mujer. Pasó muy cerca de donde estaba sentado. Trémulo, le retiré la mirada deseando que mis pensamientos no fuesen captados por nadie, muchos menos por ella. Algo cambió en mí. Esa mujer era la mezcla exacta de armonías y desarmonías que dejan en ridículo la palabra belleza. Fue directo a besar a un hombre corpulento vestido de paisano, escuché que lo llamaban “el zinguero”. La mujer se sentó con las piernas cruzadas, intercambiamos intensas miradas que alcanzaron para agotar vehementes ideas del deseo. Desafortunadamente, el lugar no era propicio para ese coqueteo. El zinguero se acercó a la barra con modales intimidantes.  Lo miré de manera hostil para no demostrar miedo, como se hace con los perros, mientras pensaba como derribarlo si hiciese falta. Se apoyó en la barra, quedamos codo a codo. Sin mediar palabra el cantinero le acercó un vermú, lejos de achicarse, él también me miraba de modo desafiante.

Escuche la señal, no había mucho para discutir, el zinguero desenvainó un puñal largo como un sable corto. El principio de supervivencia me presentó opciones: pelear por mi vida o huir por la misma razón. Acepté la apuesta,  los tragos que tenía encima aportaron coraje. Me reincorporé ágilmente y quedé enfrentado al zinguero que casi me doblaba en tamaño, saque mi cuchillo que había afilado cuidadosamente esa mañana como presagiando su uso. Imaginé lo que nos esperaba, armaron un semicírculo que emulaba una arena romana. Me hicieron sentir la condición de visitante, aunque nadie terció, respetando las reglas de la disputa cuerpo a cuerpo. Me agazapé como hacen los cocodrilos antes del zarpazo.  Era tan largo o yo tan corto, que necesitaba tenerlo cerca para dañarlo. No percibió mi estrategia porque estaba nervioso, tampoco recordó mi pensamiento cuando nos miramos por primera vez. En cambio, yo estaba sereno y leí sus intenciones. Bruto por naturaleza, se abalanzó para aplastarme. Esperé hasta el instante justo, fue suficiente con agacharme un poco y acuchillarlo desde abajo hacia arriba. Sentí la resistencia del cuero, luego la carne indefensa desgarrándose. Se desplomó como Goliat, ocasionó un estruendo, levantó polvo, chorreó sangre caliente. Me tiré encima y asesté el cuchillo enrojecido en su yugular. Soltó el puñal y se preparó para morir. El protocolo indicaba que debía terminar con su vida, pero me incorporé y retrocedí muy despacio hasta la puerta, amenazando con el cuchillo alzado. Nadie se atrevió a romper el silencio.

Una vez fuera, limpie el chuchillo con la parte de adentro de la camisa como queriendo olvidar lo sucedido y apure el paso hacia el bar de Horacio. Mientras me alejaba, entendí que en todos los bares sucede la misma magia.

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El tren del amanecer

Fuertes dolores precipitaron un chequeo médico, el resultado era más que predecible. No quiso que la acompañara, yo no quise ir a trabajar, el tiempo estaba como detenido, me sentía incómodo en cualquier lugar de la casa. Al fin la escuché abrir la puerta de entrada, se quedó petrificada en el umbral, la intensa luz que ingresaba por la puerta sólo dejaba ver su contorno de sombra. Se acercó despacio, bastó una mirada para confirmar la desgracia, luego un llanto desgarrador,  un abrazo.

Hacía veinte años que fumaba tabaco porque eligió morir de cáncer, pocos tienen el privilegio de semejante elección; otros, aseguran que elegir como morir sería lo mejor, pero no se atreven a hacerlo. El tabaco es menos adictivo por la nicotina que por el placer. Es perversamente tentador, ofrece placer inmediato a cambio de una muerte distante. Todos moriremos, no todos conocen el placer.

No pude decir nada y como tantas otras veces no derramé una lágrima. Aunque la procesión de lágrimas internas arde mucho más, corroe la sangre, somatiza en agudo dolor del pecho y retorcijones de estómago,  se apodera del organismo y condiciona las decisiones. En un instante recordé cada sonrisa, cada abrazo, cada mirada, miles de cosas que no le dije, miles de besos que no le di; igual que con las lágrimas, reprimir me hacía cada vez menos libre, cada vez peor persona.

En innumerables ocasiones prometí no ayudarla si la enfermedad la alcanzaba, eran amenazas para empujarla a dejar el vicio. Fueron intentos débiles, me reprocho mucho la falta de compromiso, ¿por qué no escribí estas líneas años atrás para evitar lo que pasó? Ella estaba casi siempre alegre, era fuerte, generosa, inteligente, no conocía la maldad…, era mi “Linda”. Tan solidaria, que se sentía culpable de mi sufrimiento por su desgracia. Yo tan egoísta, ¿qué puede ser más penoso que su destino?

Lo único que le prometí es que viviríamos juntos todos los amaneceres que quisiera. Adoraba el amanecer, era nuestro momento. Aceptó mi promesa con resignación, la imaginó imposible, pero yo había estado trabajando para cumplir. Era hora de poner en marcha mi tren, aquel que hace tantos años imaginé sin decirle nada.

El tren tenía un solo vagón de pasajeros que era pequeño y encantador, su interior estaba recubierto por madera clara, tenía antiguos faroles colgantes con luz amarilla y cortinas de tela oscura sobre grandes ventanales, no había asientos. La locomotora tenía forma de tren, las ruedas eran grandes y se dejaban ver, el techo era rojo y tenía una chimenea negra, la trompa de color amarillo chillón era prominente, vista de frente parecía un gallo recostado.

Tiramos un colchón en el piso para viajar cómodos. Ella estaba feliz, partimos de Quito justo al alba, los enormes ventanales dejaban entrar el sol. La marcha del tren acompañaba la rotación de la tierra, el camino era siempre recto, las vías atravesaban montañas, selva, infinitos valles, la inmensidad del océano, de nuevo el continente… Vimos un amanecer a orillas del Amazonas, numerosos en el Atlántico, otro en el Congo, uno en Kenia. Cruzamos el Indico contemplando crepúsculos, luego la Polinesia, todos eran distintos, eran especiales, eran nuestros, eran obsequios para ella. El largo Pacífico fue cortado por la pequeña isla Isabela donde presenciamos un amanecer mágico. Vivimos veinte cuatro albas por día, el trayecto siempre recto, el tren siempre a la velocidad de la Tierra, nunca llovía, casi nunca había nubes, era un amanecer eterno.

Fueron muchas vueltas, no sé cuántas, hasta que ella pidió disminuir la marcha, necesitaba un poco de oscuridad. La noche fue testigo, abrimos una cerveza, abrazó con sus piernas ardientes una de mis piernas, la apreté con fuerza desde la espalda. Hubo amor, el de siempre; las estrellas invadieron el vagón, primó el éxtasis.

Nunca más vio el Sol, nunca más los amaneceres, nunca más despertó. Yo tampoco tengo ganas de despertar, ¿para qué?

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Diosa de la Luna

El aroma a orquídea húmeda anunciaba el ocaso, los movimientos de las niñas eran ligeros, sincronizados, armónicos, divertidos… Imagínalas corriendo cuesta abajo, desafiando los saltos que sus ancestros supieron construir para que drene el agua. En la carrera descendente sus trenzas son como alas que se despliegan al saltar y se contraen cuando sus sandalias rebotan en el césped. Atraviesan las ruinas del pueblo por un circuito que ellas mismas crearon para garantizar el trayecto más corto hasta el pie de la montaña. Imagina ahora estar observándolas desde arriba (antes no lo imaginaste de esta manera), en la nueva perspectiva los saltos son líneas, sus cabezas círculos, sus trenzas puntos, la cima de la montaña ya no se eleva sobre la base; parecen deslizarse más rápido, se confunden en la inmensidad.

Ana María es más bella que Killa. Killa es más dulce que Ana María. Ana María es más sensual que Killa. Killa es más madura que Ana María. Ana María y Killa son tan amigas que cuando el joven Camilo confesó su amor a Ana María, ella lo rechazó. Fue un acto de amistad, sabía que Killa estaba enamorada de Camilo. Con tan solo trece años ambas aprendieron y respetan las leyes no escritas de la amistad.

Sus vidas transcurren entre montañas, la mitad del día en las cumbres y la otra mitad en el pueblo de Aguas Calientes. Heredaron el oficio de sus padres, guían a turistas por el pueblo de sus antepasados. Relatan historias a viajeros de todas partes del mundo como si los relatos históricos pudiesen ser ciertos. En reiteradas ocasiones los turistas se inquietan más por figurar esbeltos en una fotografía para enseñarla con orgullo de conquistador, que en conocer la maravillosa historia del imperio. Banal preferencia convirtió a Ana María y a Killa en eximias fotógrafas más que en avezadas instructoras.

Un día que Killa guiaba a un grupo de jóvenes mexicanos, estuvo tentada de confundir adrede la historia Azteca con la Inca, pero no se atrevió a hacerlo. Por la noche consultó a su padre, quien sin demostrar enojo le dijo, -hija, actuaste correctamente. De lo contrario, hubieses faltado el respeto de los turistas-. Killa asintió con la cabeza y se mordió los labios para no repreguntar. Con el mismo temor que había sufrido esa tarde, se dirigió a su habitación. Antes que se alejará lo suficiente como para tener que elevar el tono de voz, su padre agregó, -sé que piensas que los jóvenes te faltaron el respeto al ignorar tu trabajo, pero si tú haces lo mismo te convertirías en una mujer mediocre-.Killa corrió a abrazar a su padre, sus ojos negros brillaban más de lo habitual.

Al día siguiente Killa amaneció distinta, presagiando un día atípico, que ya lo era porque había amanecido distinta. Abrió la ventana chillona de madera de cardón para que entrara la luz que no lo hacía por las grietas. Desde la ventana de su habitación ve la calle empinada de tierra casi siempre seca, que dibuja el horizonte próximo y ve las inmensas montañas que no se cansan de ser iguales salvo en millones de años. Killa hizo un corte en el marco de la ventana con una navaja que le regaló su abuelo. Utiliza la raya para medir el crecimiento de un pino situado en el patio trasero de la casa de Ana María, que aparece en el paisaje de su ventana elevado sobre un techo de chapas onduladas.  Su padre le enseñó el procedimiento de medición que consiste en acercar la frente al marco de la ventana, cerrar el ojo izquierdo y mirando por el ojo derecho comparar la altura del pino con la marca. Su padre aseguró que el pino medía quince metros y que por cada centímetro que la copa del pino supere la raya habrá crecido cinco metros de altura. Killa llevó los datos a su maestra de matemática y juntas calcularon que la casa de Ana María se encuentra a ochenta y cinco metros de la suya. La medición de Killa se interrumpió cuando Ana María entró en escena. Cada vez que la veía a través de su ventana, corriendo cuesta abajo por el medio de la calle, se preguntaba porque Ana María tenía la costumbre de ir a buscarla a su casa, considerando que luego ambas se dirigirían en dirección contraria. Nunca le dijo nada, aceptando que las costumbres son incuestionables.

Aquel día de verano rompieron la rutina y fueron a “loma verde”, donde casi la totalidad de los pueblerinos organizaban una gran fiesta. Loma verde es una peculiar colina, no muy alta y de fácil acceso, lindera al pueblo de Aguas Calientes. El césped es de color verde intenso y está extrañamente corto y sano para tratarse de un terreno salvaje. El claro predomina sobre escasos ejemplares de aromos que están ubicados caprichosamente formando un inmenso cuadrilátero como si hubiesen sido plantados con fines ornamentales. El terreno es completamente curvo como el caparazón de una tortuga lo que hace imposible hallar un sector plano. El lugar es muy bello y perfectamente confundible con un jardín real.

Cuando las amigas llegaron los pobladores estaban terminando los preparativos del festejo, vieron largos tablones de madera con caballetes desparejos que delataban la inclinación del relieve. Las mesas estaban cubiertas de papel blanco clavado con chinches y había innumerables platos con chipas, tartas de manzana, empanadas de carne, brochetas de anticuchos, tortillas saladas  y tamales; cubiertos de servilletas blancas para protegerlos de la luz solar. Cada asistente de la fiesta llevaba su propia silla que revelaba los parentescos. La familia del herrero tenía banquetas con patas de madera, tapizadas de cuero rojo. La maestra estaba sentada en la silla negra de plástico que utiliza para vigilar a sus alumnos en los recreos. Camilo y su hermano estaban parados fiel a su estilo incauto. Lo que más atrajo la atención de Killa eran unas letras ralas escritas sobre trozos triangulares de nylon atadas entre sí con una soga delgada, que creaban una especie de cartel colgante con la leyenda “Mamaquilla”. El pretendido cartel flameaba sobre un círculo de piedras blancas en cuyo centro había un pilar bajo formado con idénticas piedras. El pilar tenía un hueco que protegía una esfinge blanca rodeada de velas romas encendidas.

Pronto Killa notó que aquel lugar había sido preparado para venerar a la antigua Diosa de la Luna de los Incas. Sin embargo, ella había aprendido en el colegio que la Luna es un satélite que gira alrededor de la Tierra y no una Diosa. Compartió su inquietud con Ana Maria y terminaron discutiendo, al intercambio se sumó Camilo que buscaba cualquier excusa para acercarse a Ana María. El altercado captó la atención de la maestra, del hermano de Camilo y hasta del tímido hijastro del herrero que se sumaron para contradecir a Killa. En unos pocos minutos la mayoría de los presentes estaba discutiendo con Killa, comenzaron los gritos, algunos insultos y hasta acusaciones de hereje contra la indefensa niña.

Killa no pudo soportar tan desigual e irracional disputa,  se alejó sola y llorando desconsoladamente. Erró por el pueblo hasta refugiarse en la pequeña iglesia de la plaza principal, donde había jurado no regresar, la nefasta tarde que vio por última vez a su madre. La recibió un señor de unos sesenta años vestido de sacerdote y con aspecto desprolijo que olía a serosidad. Killa ingresó al templo con la esperanza de toparse con un ser comprensivo que la ayude a menguar su impotencia. Rápidamente advirtió que había sucedido todo lo contrario, el clero con mirada insinuante, cada vez le generaba más repugnancia. Acordaron una confesión, pero cuando el sacerdote se dirigió al confesionario, que parecía un ataúd parado, Killa emprendió una carrera desesperada en dirección a la puerta principal de la iglesia. La alfombra roja que había atravesado quince minutos antes con mucha ilusión, se transformó en una pendiente que dificultaba la huida, su vista se nubló, un zumbido  taladraba sus oídos y un agudo escalofrío recorría su espalda deslizándose lentamente desde el cuello hasta el coxis. A pesar de las imaginarias dificultades por nada del mundo voltearía su cabeza, por nada del mundo detendría su marcha, Killa posee una fuerza de voluntad extraordinaria capaz de superar la muerte de su madre y de pelear contra todo el pueblo para desmentir la existencia de una Diosa de la Luna.

La luz que atravesaba la puerta de la iglesia era muy intensa y cada vez estaba más cerca, Killa la percibía como su libertad. Fueron tan solo quince metros de carrera, a Killa le parecieron kilómetros; los atravesó en pocos segundos, para Killa transcurrieron horas. Finalmente logró alcanzar la luz del umbral de la puerta, primero con sus brazos extendidos para acortar el tiempo, luego con todo su cuerpo. Recuperó sus sentidos, salvo el de la vista que estaba enceguecida por el sol bajo del atardecer, desaparecieron el frio de su espalda y el zumbido de sus oídos. Sintió calor, escucho voces, cayó bruscamente de bruces, padeció dolor. Volvió la desesperación, se alcanzó a arrodillar, apoyo la palma de la mano en su cara, recuperó la vista para poder ver su mano ensangrentada y grumosa de la misma tierra seca que saboreaba dentro de su boca. Escuchó una voz que le recordó a su madre, con desatino intentó reincorporarse pero desaprovechó la energía que le quedaba y  terminó desplomándose sobre su propia sombra de sangre.

Despertó escuchando la misma voz que ya no le recordaba a su madre, porque el aspecto de la mujer que estaba a su lado le quitaba credibilidad a tonos de voz similares. Se encontraba en una habitación desconocida y acogedora, cuando pudo incorporarse fue al baño y descubrió que no sólo su frente tenía una herida, su ropa interior blanca estaba manchada con una sustancia carmesí. No sentía dolor y a pesar de desconocer a la mujer, el miedo venció al pudor y le confesó su desventura.

¿Es sabia la naturaleza? No lo creo, pero actuó como si lo fuera, ocho años habían pasado desde la muerte de su madre y nunca había dormido fuera de su casa. Todas las noches su padre velaba en la habitación hasta que Killa se dormía, ambos lo sabían pero nunca se lo confesaron. La primera noche que faltó de su casa, se hizo mujer y fue otra mujer la que evitó a su padre la embarazosa enseñanza.

La amorosa señora que parecía una abuela, preparó una sopa de arroz bien caliente que sirvió en una vasija de barro. Se sentó en la cama junto a Killa que se seguía reponiendo de las agitadas vivencias del día anterior.  La miró a los ojos y con voz cariñosa y pausada le dijo:

-Querida hija, escucha atentamente lo que debo contarte. A lo largo de la historia, todas las civilizaciones adoraron dioses, es el mecanismo que hallaron los humanos para convivir con lo desconocido. El hombre primitivo se rindió ante la bravura del fuego y lo creyó un Dios. Durante muchísimos años a Poseidón se le atribuía la creación de un mar infinito, hasta que los marineros lograron surcarlo de punta a punta para desmentirlo. Tus antepasados no fueron los únicos que profesaban el Dios del Sol durante el día y la Diosa de la Luna en las noches. Copérnico, Galileo y otros tantos científicos desterraron, a puro cálculo, las mitologías astrales. Al Dios de la actualidad se le atribuye la creación del cielo y de la tierra.

Tu querida Killa, otras tantas mujeres y yo atravesamos la historia de la humanidad como portadoras de verdades, de conocimientos que lo explican todo. Nuestra misión es custodiar los secretos y velar para que las civilizaciones los descubran sin nuestra ayuda. Hasta aquí nunca fue necesario intervenir y seguramente tú tampoco deberás hacerlo.

Yo soy muy vieja y tú a partir de hoy eres una mujer, es hora que continúes con nuestra gesta. Pasarán muchos años y estarás en mi lugar, contando la historia a tu sucesora.

-¿Cómo me daré cuenta quién es la elegida?

-Lo descubrirás tú misma, el tiempo te dará la sabiduría necesaria para que nuestros secretos lleguen a la persona adecuada. En todos los tiempos habrá gente que niegue el conocimiento y siga creyendo en dioses, quizá no hacen mal en hacerlo.

Ahora ponte cómoda, que te contaré como se ha creado el Universo….

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Juan Muraña

No sé cuanto duró esa zozobra. Una vez, tu finado padre nos dijo que no se puede medir el tiempo por días, como el dinero por centavos o pesos, porque los pesos son iguales y cada día es distinto y tal vez cada hora. No comprendí muy bien lo que decía, pero me quedó grabada la frase.

Jorge Luis Borges  (1970, El informe de Brodie, página 138

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El Encuentro

Yo sentía (la frase es de Lugones) el miedo de lo demasiado tarde. No quise mirar el reloj. Para disimular mi soledad de chico entre mayores, apuré sin agrado una copa o dos.

Jorge Luis Borges  (1970, El informe de Brodie, página 127, Editorial Sudamericana: ISBN 978-950-07-3497-4)
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El indigno

La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola.

Jorge Luis Borges  (1970, El informe de Brodie, página 114, Editorial Sudamericana: ISBN 978-950-07-3497-4)

Minetras dura el arrepentimiento dura la culpa

Jorge Luis Borges  (1970, El informe de Brodie, página 114, Editorial Sudamericana: ISBN 978-950-07-3497-4)
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El Etnógrafo

Era suya esa edad en que el hombre no sabe aún quién es y está listo para entregarse a lo que le propone el azar: la mística del persa o el desconocido origen del húngaro, la aventuras de la guerra o del álgebra, el puritanismo o la orgía.

Jorge Luis Borges  (1969, Elogio de la sombra, página 55, Editorial Sudamericana: ISBN 978-950-07-3497-4)
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El zapallo que se hizo cosmos (cuento del crecimiento)

Dedicado al señor Decano de una Facultad de Agronomía. ¿Le pondré «doctor»? A lo mejor es abogado.

El zapallo que se hizo cosmos (Macedonio Fernández, página 53, editorial Corregidor, ISBN: 978-950-05-1181-0)
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La Carta Robada

Un novato tratará de vencer haciéndole buscar a sus adversarios los nombres escritos con las letras más pequeñas; pero el jugador experto escogerá las palabras que con grandes caracteres, suelen atravesar el mapa. Así sucede con los anuncios y carteles que en las calles tienen letras enormes, y que escapan a nuestra observación por ser precisamente muy notables. La inadvertencia física del ojo es similar a la percepción mental, por lo que a menudo, al intelecto le pasan desapercibidas consideraciones demasiado evidentes. Este concepto parece ajeno a la comprensión del prefecto. Jamás se le ocurrió que el ministro hubiese dejado la carta expuesta a las naríces de todo el mundo, precisamente para impedir que le vieran.

La Carta Robada (Edgar Allan Poe, página 23, editorial planeta, ISBN: 978-987-07-1661-7)
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La isla del doctor Moreau

-¿Whisky?.
-No, gracias. Soy abstemio.
-¡Ojalá yo lo fuera! Pero de nada sirve cerrar la puerta cuando el caballo ya ha sido robado.

Herbert G. Wells (La isla del doctor Moreau, versión libro electrónico, ubicación 681)
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El club de los suicidas

Todos los he probado, amigo mío -dijo apoyando su mano en el brazo de Geraldine-, todos sin excepción, y puedo dar mi palabra de honor de que todos son fáciles de vencer. Dicen que el amor es una pasión violenta y yo lo niego. La pasión que proporciona más intensas emociones es el miedo; con él se debe jugar, si se quiere disfrutar de los verdaderos goces del vivir. ¡Envídiame! ¡Envídiame a mí, Mr. Hammersmith, porque yo soy un cobarde!

Robert Louis Stevenson (El club de los suicidas, página 60, editorial Planeta, ISBN: 978-987-07-1660-0)
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El diablo en la botella

… la flecha también hiende el aire con rapidez, y la bala de un rifle es aún más veloz; sin embargo, ambas alcanzan el blanco.

Robert Louis Stevenson (El diablo en la botella, página 22, editorial Planeta, ISBN: 978-987-07-1660-0)