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El paraíso de los ladrones – La venganza de la estatua y otros cuentos

Harrogate cuenta con millones en sus bancos, y yo cuento con…, un agujero en mi bolsillo. Pero tú seguramente no osarías afirmar que él es más despierto que yo, o más osado, o que tiene más energía vital. No es inteligente; sus ojos parecen botones azules. No posee tampoco energía; se desplaza de una a otra silla como un paralítico. Es un concienzudo y cordial cabeza de alcornoque que, eso sí, ha acumulado su buen dinero, pero solo porque lo colecciona, del mismo modo en que un chiquillo colecciona estampillas. Tú eres sumamente inteligente, Ezza. No cuajarás a su lado. Para ser tan inteligente como para conseguir todo ese dinero, uno debe a la vez ser lo necesariamente estúpido como para desearlo.

G. K. Chesterton (El paraíso de los ladrones – La venganza de la estatua y otros cuentos, página 59, editorial Planeta, ISBN: 978-987-07-1670-9)
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El candor del padre Brown

Para Chesterton, el hombre moderno ha caído en una trampa insalvable que lo mantiene encadenado. No acepta sus propios límites, sueña con un progreso infinito y con la acumulación continua de bienes, y eso lo lleva a debatirse en la insatisfacción permanente, en la frustración continuada.

Fernando Martínez Laínez acerca de Gilbert Keith Chesterton (El candor del padre Brown, página 36, Edaf: ISBN 84-414-1639-7)

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Muy pocos, excepto los pobres, conservan las tradiciones. Los aristócratas no viven las tradiciones sino las modas.

Gilbert Keith Chesterton (El candor del padre Brown, página 266, Edaf: ISBN 84-414-1639-7)

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El Hotel Vernon, en el que los Doce Verdaderos Pescadores celebraban sus cenas anuales, era una de esas instituciones que solo pueden existir en una sociedad oligárquica, que casi se ha vuelto loca en cuestiones de buenos modales. El resultado era delirante: una empresa comercial «exclusiva». Es decir, que pagaba, en realidad, para rechazar al público, no para atraerlo. En el corazón de una plutocracia, los comerciantes se vuelven lo suficientemente astutos para ser más quisquillosos que sus clientes. Crean obstáculos para que aquellos, ricos y hastiados, puedan gastar su dinero y diplomacia en salvarlos. Si hubiese en Londres un hotel de moda en el que ningún hombre que midiese menos de uno ochenta y dos pudiera entrar, la sociedad organizaría dócilmente fiestas para que los hombres de más de uno ochenta y dos cenaran en ese hotel. Si existiese un restaurante caro, que por simple capricho de su propietario solo abriese los jueves por la tarde, los jueves por la tarde estaría abarrotado.

Gilbert Keith Chesterton (El candor del padre Brown, página 114, Edaf: ISBN 84-414-1639-7)