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El tren del amanecer

Fuertes dolores precipitaron un chequeo médico, el resultado era más que predecible. No quiso que la acompañara, yo no quise ir a trabajar, el tiempo estaba como detenido, me sentía incómodo en cualquier lugar de la casa. Al fin la escuché abrir la puerta de entrada, se quedó petrificada en el umbral, la intensa luz que ingresaba por la puerta sólo dejaba ver su contorno de sombra. Se acercó despacio, bastó una mirada para confirmar la desgracia, luego un llanto desgarrador,  un abrazo.

Hacía veinte años que fumaba tabaco porque eligió morir de cáncer, pocos tienen el privilegio de semejante elección; otros, aseguran que elegir como morir sería lo mejor, pero no se atreven a hacerlo. El tabaco es menos adictivo por la nicotina que por el placer. Es perversamente tentador, ofrece placer inmediato a cambio de una muerte distante. Todos moriremos, no todos conocen el placer.

No pude decir nada y como tantas otras veces no derramé una lágrima. Aunque la procesión de lágrimas internas arde mucho más, corroe la sangre, somatiza en agudo dolor del pecho y retorcijones de estómago,  se apodera del organismo y condiciona las decisiones. En un instante recordé cada sonrisa, cada abrazo, cada mirada, miles de cosas que no le dije, miles de besos que no le di; igual que con las lágrimas, reprimir me hacía cada vez menos libre, cada vez peor persona.

En innumerables ocasiones prometí no ayudarla si la enfermedad la alcanzaba, eran amenazas para empujarla a dejar el vicio. Fueron intentos débiles, me reprocho mucho la falta de compromiso, ¿por qué no escribí estas líneas años atrás para evitar lo que pasó? Ella estaba casi siempre alegre, era fuerte, generosa, inteligente, no conocía la maldad…, era mi “Linda”. Tan solidaria, que se sentía culpable de mi sufrimiento por su desgracia. Yo tan egoísta, ¿qué puede ser más penoso que su destino?

Lo único que le prometí es que viviríamos juntos todos los amaneceres que quisiera. Adoraba el amanecer, era nuestro momento. Aceptó mi promesa con resignación, la imaginó imposible, pero yo había estado trabajando para cumplir. Era hora de poner en marcha mi tren, aquel que hace tantos años imaginé sin decirle nada.

El tren tenía un solo vagón de pasajeros que era pequeño y encantador, su interior estaba recubierto por madera clara, tenía antiguos faroles colgantes con luz amarilla y cortinas de tela oscura sobre grandes ventanales, no había asientos. La locomotora tenía forma de tren, las ruedas eran grandes y se dejaban ver, el techo era rojo y tenía una chimenea negra, la trompa de color amarillo chillón era prominente, vista de frente parecía un gallo recostado.

Tiramos un colchón en el piso para viajar cómodos. Ella estaba feliz, partimos de Quito justo al alba, los enormes ventanales dejaban entrar el sol. La marcha del tren acompañaba la rotación de la tierra, el camino era siempre recto, las vías atravesaban montañas, selva, infinitos valles, la inmensidad del océano, de nuevo el continente… Vimos un amanecer a orillas del Amazonas, numerosos en el Atlántico, otro en el Congo, uno en Kenia. Cruzamos el Indico contemplando crepúsculos, luego la Polinesia, todos eran distintos, eran especiales, eran nuestros, eran obsequios para ella. El largo Pacífico fue cortado por la pequeña isla Isabela donde presenciamos un amanecer mágico. Vivimos veinte cuatro albas por día, el trayecto siempre recto, el tren siempre a la velocidad de la Tierra, nunca llovía, casi nunca había nubes, era un amanecer eterno.

Fueron muchas vueltas, no sé cuántas, hasta que ella pidió disminuir la marcha, necesitaba un poco de oscuridad. La noche fue testigo, abrimos una cerveza, abrazó con sus piernas ardientes una de mis piernas, la apreté con fuerza desde la espalda. Hubo amor, el de siempre; las estrellas invadieron el vagón, primó el éxtasis.

Nunca más vio el Sol, nunca más los amaneceres, nunca más despertó. Yo tampoco tengo ganas de despertar, ¿para qué?

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